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Washington – Como los puertorriqueños y dominicanos en el Bronx, los cubanos en Little Havana o los chicanos en East L.A., los salvadoreños son el alma de Mount Pleasant, un barrio en el corazón de Washington bajo amenaza por los alquileres y las políticas migratorias del presidente, Donald Trump.

Los salvadoreños llegaron huyendo de su guerra civil en los años ochenta a Washington, una ciudad que por aquel entonces tenía un 70 % de población negra.

La primera parada, obligada, en la capital federal era en el Parque de las Palomas, donde se conseguían documentos falsos, y después buscaban un techo en Mount Pleasant, un barrio que recuerdan sucio, pobre y plagado de droga y delincuencia, como toda la ciudad.

En Mount Pleasant proliferaron rápidamente pupuserías, centros de remesas, supermercados con productos latinos y peluquerías.

«Esto era como un barrio latino y negro, aquí no había blancos», asegura a Efe Alberto Ferrufino, mirando a la calle desde una ventana de Don Juan, restaurante emblema del barrio que adquirió en 1992.

Ferrufino recuerda con cierta nostalgia los tiempos en los que los billetes de autobús costaban 75 centavos, los refrescos 50 y alquilar un apartamento apenas algunos centenares de dólares, en comparación con los actuales precios astronómicos que marca ser un barrio de moda.

Muchos de los antiguos vecinos ahora viven en las afueras en Maryland y Virginia porque no pudieron asumir las subidas de alquiler o directamente les ofrecieron dinero para irse.

Aunque los disturbios más recordados en Washington fueron en 1968 por el asesinato de Martin Luther King, los latinos tuvieron su particular levantamiento en Mount Pleasant en 1991, después de que una policía disparase a un joven al que ya tenía esposado.

En ese entonces ya existía la Clínica del Pueblo, un centro de referencia en el barrio que brinda atención médica a la comunidad inmigrante, excluida por lo general del sistema de salud.

«Estaban tirando gas lacrimógeno y la gente corría hacia nuestra clínica para lavarse los ojos, y varios empleados de la clínica se fueron ahí para apoyar a los heridos. Muchos habían experimentado la guerra en El Salvador y estaban muy preparados para atender», explica a Efe su directora, Alicia Wilson.

El programa migratorio Estatus de Protección Temporal (TPS) dio en 1990 cobertura legal a los salvadoreños por la guerra que aún devastaba la pequeña nación centroamericana y los disturbios sirvieron para que el Gobierno del Distrito de Columbia abandonase su «negación de que habían inmigrantes» en la ciudad.

Las sucesivas amnistías migratorias y un nuevo TPS -que aplica a conflictos armados o desastres naturales- por unos terremotos de 2001 dieron papeles a los salvadoreños hasta que Trump decidió finiquitar este último programa y sugirió a los afectados que preparasen las maletas para septiembre de 2019.

«Ah no, yo no me voy. ¡A mí me sacan si me encuentran!», dice entre risas María, que pide a Efe no revelar su apellido mientras pintaba unas uñas de violeta en la peluquería en la que trabaja.

De los 260.000 salvadoreños con TPS en EE.UU. se calcula que unos 30.000 están en el área de Washington y «esconderse» es la palabra que resuena en sus conversaciones desde que Trump canceló el programa hace unos meses.

«Muchos dicen, ‘no tenía papeles cuando llegué, sé como es, volveré a la sombra», explica Wilson sobre un hipotético futuro sin TPS.

«La gente no quiere regresar al país por el sistema económico, por la delincuencia. A menos de los retirados que quieran ir a morir. Prefieren estar ilegales en otro lado que legales en su país», añade Ferrufino.

Sorprende que la noticia reciente de que un juez suspendió la orden de Trump no sea lo más comentado en el barrio. Los litigios son largos y la última palabra la tiene el Tribunal Supremo, con el flamante juez Brett Kavanaugh afianzando la mayoría conservadora.

Entretanto, en Don Juan, los primeros clientes se sientan en las mesas y Ferrufino cuenta que los latinos llegan de noche, «cuando salen de los ‘part-time’ (trabajos a tiempo parcial)». No obstante, «la clientela latina se ha perdido bastante», lamenta mientras sueña con una pronta jubilación en California o Florida.