EFE/EPA/DAI KUROKAWA

Kakuma (Kenia) -Llegaron sin nada, pero aspiran a todo. Son los residentes de Kakuma, probablemente el campo de refugiados más cosmopolita del mundo, donde la esperanza se abre paso cada día entre un sinfín de negocios.

En una árida y remota planicie del condado de Turkana, en el noroeste de Kenia, se alza este campamento creado en 1992 para acoger a los «niños perdidos de Sudán», como se conoce a los 20.000 menores que huyeron de la Segunda Guerra Civil Sudanesa (1983-2005). Hoy en día es cuarto campo de refugiados más poblado del mundo.

La pobreza extrema reina en este paraje desértico habitado por la tribu turkana, cuyos hombres -cayado en mano y embutidos en rojizos lienzos de piel a modo de túnicas- pastorean rebaños de cabras y camellos en andurriales azotados por tormentas de arena en los que habitan serpientes, alacranes y arañas carnívoras.

A solo 120 kilómetros, tras unos montes lejanos y azulados que se funden con el cielo, retumba el eco del conflicto que asuela desde 2013 Sudán del Sur.

De ese país procede la mayoría de las 148.000 personas que sobreviven en Kakuma, una enorme aglomeración de casuchas de ladrillo de barro con tejados de chapa distribuidas en una superficie equivalente a unos 1.200 campos de fútbol.

Junto a los sursudaneses conviven refugiados de más de veinte naciones africanas, lo que convierte el campamento en una pequeña aldea global con calles llamadas Nueva York, México o “Kalifornia”.

En esta especie de «torre de Babel», muchos de sus residentes anhelan una integración legal en Kenia o el reasentamiento en un tercer país, pero estos procesos pueden durar años.

«No sabemos cuándo vamos a abandonar este campo. No podemos ir a ningún sitio porque no tenemos documentos de viaje ni libertad», comenta a Efe el sursudanés James Akeich, de 37 años, que llegó a Kakuma hace 17 años, huyendo de la guerra civil. «Se supone que nos tienen que reubicar en Canadá o Estados Unidos, pero no se ha hecho nada», lamenta.

También padece la inseguridad que se vive en el campo por ataques atribuidos a los turkana. “No puedes salir de casa después de las siete de la tarde”, asegura. Pese a todo, el regreso a su país no es una opción.

LA APP QUE LO CAMBIÓ TODO

En este contexto de incertidumbre, muchos moradores de Kakuma han logrado prosperar con negocios locales. Su laberinto de polvorientas calles alberga mercados de pequeñas tiendas que exponen desde el suelo kilos de cebollas rojas, racimos de plátanos, haces de leña, bidones de aceite vegetal o montículos de sandalias.

«Tenemos hasta 3.000 minoristas en el campo. Les entrenamos en buenas prácticas y gestión financiera», explica Philomena Wanyama, auxiliar de abastecimiento del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de Naciones Unidas.

No lo parece a simple vista, pero los datos revelan que se trata de una vibrante economía informal valorada en al menos 16,5 millones de dólares, según un estudio divulgado en 2018 por la Corporación Financiera Internacional (IFC), parte del Banco Mundial (BM). Una cifra notable y hasta «conservadora», de acuerdo con la IFC, si se tiene en cuenta que los refugiados no pueden trabajar o regentar un negocio fuera del campamento y tienen un movimiento muy limitado por el resto del país.

En contra también de todas las apariencias, uno de los factores de este dinamismo comercial es una aplicación móvil llamada Dalili («Mi guía», en árabe), disponible únicamente en Líbano y Kenia. El 57 por ciento de los habitantes de Kakuma tiene un teléfono inteligente, y lo recargan con la energía de las placas solares que alimentan el campo.

Dalili es un escaparate en el que los tenderos anuncian sus precios, rebajas y repartos a domicilio en árabe, suajili, inglés y somalí. La aplicación, que sólo incluye productos alimenticios, es muy popular en el mercado de Liz-Ahua, dominado por comerciantes somalís, y adonde también acuden a vender carbón y leña mujeres turkanas.

“Dalili, ha cambiado la vida en Kakuma. Nos ayuda a quienes tenemos que andar grandes distancias para hacer la compra”, comenta Halima, una joven somalí de brazos tatuados que escapó hace diez años de la guerra.

Sentado en un banco a pocos metros, bajo el techo metálico de un improvisado centro de reunión social construido con palos y lonas grises, sonríe su compatriota Hassan Alioma, dueño de la tienda «Sarmaan», el nombre -matiza con nostalgia- de su aldea natal.

«La mayoría de mis clientes son sudaneses. Vienen de lejos porque los precios son buenos. Llevo cuatro meses usando Dalili», dice Hassan mientras saca del bolsillo su teléfono móvil, abre la aplicación y señala con el dedo los precios de productos como la carne de cabra o el omena, un diminuto pescado que se seca al sol.

UN LUGAR DESOLADO

Menos optimismo se respira en el mercado etíope, una zona salpicada de tiendas de hojalata y recintos vallados con troncos y maleza por la que circulan a toda velocidad los «boda-bodas», unas populares motos que operan como taxis.

«Pasen, pasen y tomen un café», invita con voz suave Solomon Alemu, de 49 años y dueño del “hotel” Habesha, una suerte de fonda en cuya fachada amarillenta lucen cuatro granos cafeteros y una botella de coca-cola pintados a modo de reclamo.

«Nadie viene a tomar café. Los clientes con dinero se marcharon al obtener asilo en otros países. Aquí no quedan más que supervivientes», relata Solomon, que en Adís Abeba poseía un «gran supermercado» que se vio forzado a abandonar por la violencia postelectoral que sacudió Etiopía en 2005.

«Fui arrestado, pero logré escapar. Dejé allí a una hija que tiene ahora 23 años. Hablé con ella la última vez hace tres. No quiero que venga aquí. Este es un lugar desolado».

«Esto no es vida», zanja con amargura, mientras espera «una decisión de la ONU» que le permita ir a otro país con su nueva familia. «Conocí a mi esposa aquí hace cuatro años. Tengo una hija de diecinueve meses y un bebé viene de camino».

EL MILAGRO DE UNA BALSA

No muy lejos de esta fonda, el sursudanés Andrew Deng, de 41 años, cuida con mimo los fríjoles, las espinacas y los pimientos que crecen en un modesto invernadero, como parte de un proyecto piloto que promueve la agricultura hidropónica, aquella que no utiliza tierra como sustrato, sino agua enriquecida con nutrientes.

«La gente está muy contenta» porque los cultivos permiten disponer de hortalizas y evitar casos endémicos de escorbuto (enfermedad causada por la falta de vitamina C), que en 2017 afectó a 98 personas en Kakuma, recuerda este agricultor, cuya cosecha puede alimentar a cuarenta personas durante un año.

Su producción se destina al autoconsumo, pero Adrew, que lleva 18 años en el campamento con su esposa y sus siete hijos, hace negocio con la crianza de «52 patos y 38 pollos» .

La escasez de agua es el principal problema en una de las regiones más secas de Kenia, pero la construcción de un embalse de 30.000 metros cúbicos en el asentamiento de Kalobeyei, que se abrió en 2016 como respuesta a la superpoblación de Kakuma y actualmente aloja a cerca de 40.000 refugiados, ha supuesto un gran cambio.

La balsa ha generado un oasis en mitad del desierto. Está casi llena y rodeada de bancales que cultivan 300 agricultores (150 refugiados y 150 turkanas) en una iniciativa que busca crear oportunidades económicas e integrar a ambas comunidades.

Según recuerda el jefe de programas del PMA en Kakuma, Samal Lokuno, «los refugiados gozan de una mejor situación que la población local porque reciben asistencia humanitaria”, una desigualdad que provoca tensiones.

La refugiada Riziki Sinzobakwire, de 43 años y nacida en la República Democrática del Congo, es una de las que se ocupan de estos terrenos. Trabajaba la tierra en Burundi, pero en 2016 tuvo que escapar por la ola de violencia que desató la decisión inconstitucional del presidente Pierre Nkurunziza de optar a un tercer mandato. En Kakuma ha aprendido “nuevos métodos”, dice con un diploma bajo el brazo que acredita su «excelencia» en un curso de técnicas agrarias.

«Planto alubias, pimientos, sandías, repollo y espinacas. Solía vender el excedente, pero hace poco abrí un restaurante y también lo uso para cocinar», comenta en su huerta, cuyo verdor ha resucitado un suelo condenado a la esterilidad.

Ese «milagro» sirve de sustento a sus diez hijos y su marido, el burundés Jean Marie Nshimirimana, con quien se reunió en enero tras cuatro años sin conocer su paradero.

«Estoy muy feliz por haber vuelto a casa. El amor es importante (…), aunque la vida sea dura aquí», señala Jean Marie ante su esposa, quien se sonroja tanto como su vestido colorado.

EL SUEÑO DE SER PARTE DE LA SOCIEDAD

Muchos no disponen del capital necesario para abrir un negocio en Kalobeyei o Kakuma, pero el dinero no frustra sus ilusiones. Es el caso del también congoleño Patrick Aksante, de 27 años y licenciado en Comunicación. Llegó a Turkana en 2016 tras el asesinato de su padre en la convulsa provincia de Kivu del Sur (este de RDC), donde actúan grupos armados, y quiere montar una emisora de radio para informar y entretener a los refugiados.

Dice que solo necesita «algún equipamiento» para emitir ondas, y asegura que ya ha resuelto el problema de la falta de energía. “¡Puedo generar electricidad con boniatos!”, dice convencido, mostrando fotografías de un circuito que emula el popular experimento para generar electricidad con patatas conectadas en línea.

Sus esfuerzos tienen un único objetivo: «que los refugiados sean valorados en la sociedad», un sueño que los 188.000 habitantes de Kakuma y Kalobeyei esperan ver hecho realidad.