Vista de migrantes este lunes en el albergue general de Migración de la zona 5 de Ciudad de Guatemala (Guatemala). EFE

Guatemala – «Guatemala tiene un corazón duro. Nos trata como delincuentes». Landiana Caria Vastie tiene el verbo agrio. Hace tres meses que ha salido de Chile para llegar a México, pero el Gobierno guatemalteco quiere devolverlo a la frontera de Honduras, por donde entró junto a más de 140 personas. Este joven, de nacionalidad haitiana, solo quiere una oportunidad de vida. Y dice que no está dispuesto a regresar a la miseria.

Landiana está tirado sobre la acera frente al albergue general de Migración de la zona 5 de la capital. Junto a él, unas 30 personas, tendidas sobre plásticos de colores y cartones bajo el sol abrasador del mediodía, esperan que les dejen seguir hasta México. Su destino.

«Ha sido muy duro. Muy duro», asegura a Efe este joven, que viaja acompañado de su esposa y de su hija de siete meses. Los tres salieron hace tres meses de Chile. Atravesaron Perú, Ecuador, Colombia y Panamá. Siete días caminando por la Selva de Darién «sin comida». Pasando frío. Calor. Hambre.

Y después de «dar la vida para llegar», en Guatemala les han dicho que «no les vamos a dejar pasar», cuenta malhumorado e irritado mientras enseña el permiso transitorio para migrantes que les otorgó el Gobierno de Costa Rica y con el que soñaban llegar a México. Mas el Gobierno guatemalteco se lo ha impedido y asegura que los tratan como «criminales» y que los tienen como en una «prisión».

«No sé qué corazón tiene Guatemala. Duro como una piedra», clama y critica que el Gobierno obedezca las órdenes del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de no dejar pasar a migrantes. «¿Aquí en Guatemala tienen presidente o es Trump?». Pero dice que no se dará por vencido. Que protestarán hasta que los dejen seguir su camino y coger un autobús para llegar a Tapachula y conseguir una «oportunidad digna» de vida.

Haití vive una profunda crisis económica, política y de seguridad agravada tras las masivas y violentas protestas de dos semanas que se iniciaron el pasado 7 de febrero, el mismo día que el presidente Jovenel Moise cumplió dos años en el cargo.

A esto se añade que el primer ministro designado Jean Michel Lapin no ha podido presentar ante el Parlamento su programa de Gobierno, pues ha sido imposibilitado de ello por sectores de la oposición.

Así lo recuerda Rodeline, una joven de 24 años y pelo crespo que no le quita ojo a su hijo William. Tiene un año, aunque abulta más para su edad. Está dormido sobre un plástico azul con su chupete en la boca. «Mira su piel». Tiene manchas y ronchas. Cuenta que en el paso por la selva panameña le cayó un líquido encima que le quemó la dermis. Tuvo diarrea, fiebre y vómitos. «Casi se muere».

Esta mujer, que repite una y otra vez que no pueden regresar a su país, avanza que quiere reunirse con su esposo, que lleva unas tres semanas en México y que está buscando trabajo de peluquero. Ahora no puede enviarles dinero y el pequeño come mucho. «Más que yo». La única opción para ella es seguir.

Miembros del albergue, de la Procuraduría de Derechos Humanos y de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos empiezan a repartir comida -huevo, frijol, plátano y un pequeño trozo de pan- en unos envases de plástico. Los migrantes comen con rapidez. Con presura. Otros esperan que les llegue su plato.

La portavoz del Instituto Guatemalteco de Migración, Alejandra Mena, explica a Efe que en total son 145 migrantes: congoleses, haitianos, cameruneses, angoleños y brasileños. Entre ellos hay 20 menores y algunos de ellos tienen nacionalidad venezolana o colombiana por ser su país de nacimiento.

Y reconoce que la idea de enviarlos a Honduras es para cumplir con la ley nacional, que señala que hay que devolver a las personas que entran de forma irregular «a la frontera por la cual ingresaron». Esto lo querían hacer este lunes, pero el grupo se opuso a ser trasladado y ahora tienen que decidir qué hacer.

«Todavía no tenemos una respuesta (…). Se está discutiendo para ver de qué manera pueden resolver la petición que ellos han realizado», cuenta, e insiste en que no están detenidos y que se les están cubriendo todas sus necesidades básicas como lo son alimentación, médica, psicológica e higiénica. Aunque ellos lo niegan y dicen estar hacinados.

Las 145 personas fueron interceptadas el sábado en dos grupos: uno en el Pacífico y otro en el Atlántico. Un flujo migratorio que es normal y que ha mantenido un comportamiento similar a años anteriores.

Pero Dieudonne Saintphat, de 28 años, admite que la situación en su país está peor y que por eso cada vez más personas salen en busca de un futuro. Él, junto a su mujer y su hija de un año, salieron de su país en lancha y llegaron a Colombia para cruzar caminando la selva hacia Panamá, donde le robaron 1.200 dólares. Ya no le queda dinero. Ni comida.

«México nos acepta. Podemos vivir allá y trabajar», exclama mientras indica que un tío de su esposa lleva tres años trabajando. También salió de un país pobre porque soñaba con un futuro. Igual que estas 145 personas, que buscan -zanja- «una mejor vida».