Goascorán (Honduras) – De la guerra que los Ejércitos de Honduras y El Salvador libraron hace 50 años por un centenario contencioso limítrofe y migratorio sobreviven unos 2.000 excombatientes hondureños, lo mismo que muchos civiles, como un exalcalde que fue alcanzado por cuatro disparos el día que se inició la invasión del vecino país, el 14 de julio de 1969.
Supervivientes de esa guerra relataron a Efe en las comunidades de Goascorán y «Vieja Ocotepeque», limítrofes con El Salvador, algunos de los momentos que vivieron desde antes de que se iniciara el conflicto con invasiones menores de tropas y aviones salvadoreños.
«Sentimos un bombazo, como de esos morteros que tiran para la feria; entonces, al oír nosotros eso, corrimos y pensamos que no íbamos a llegar hasta la aduana para protegernos. Nos tiramos a la cuneta, estando ahí fue cuando nos balearon; a mi compañero (ayudante de autobús) le pegaron un tiro en la columna y a mi cuatro», dijo Harvy López Reyes, del sureño municipio de Goascorán.
Harvy (75 años), quien ha sido dos veces alcalde de Goascorán, recibió una herida de bala en el antebrazo izquierdo, otra en la sien del mismo lado y dos en la espalda, estas últimas esquirlas que no le pudieron extraer y que todavía lleva incrustadas en su cuerpo.
Explicó que las balas en el antebrazo y la sien solo le rozaron, y las de la espalda no fueron profundas, aunque perdió mucha sangre.
Goascorán, departamento de Valle, se localiza a pocos metros de la aduana El Amatillo, por donde ingresaron las tropas salvadoreñas el 14 de julio de 1969 hacia las 18.00 horas locales (00.00 GMT).
El exalcalde se hallaba ese día en El Amatillo, desde donde todos los días cubría una ruta hacia Tegucigalpa, con un autobús suyo, del que le faltaban dos cuotas mensuales para terminar de pagarlo.
El lunes 14 de julio, Harvy salió desde El Amatillo hacia Tegucigalpa, pero al llegar al punto intermedio de La Venta, departamento de Francisco Morazán, sin conseguir pasajeros, decidió regresar a la frontera, sin imaginarse que ese día perdería el autobús, que era su fuente de trabajo.
El autobús se lo llevaron los salvadoreños a su país, «lo perdí», indicó el axalcalde, quien también recordó que tres días después su ayudante, Francisco Sierra, moría a causa del disparo en la columna, en un hospital público de la vecina ciudad de Choluteca, adonde llevaban a la mayoría de los heridos en la guerra.
Harvy, ensangrentado, intentó recuperar su autobús, pero no pudo, y el 15 de julio pudo salir de la cuneta en la que se escondió y fue llevado al hospital de Choluteca, donde le curaron las heridas.
La invasión de El Salvador, por tierra y aire, por los puntos fronterizos de El Amatillo, sur, y Ocotepeque, occidente, lo mismo que por otras comunidades limítrofes en los departamentos de Lempira, Intibucá y La Paz, hizo que muchos hondureños abandonaran sus pueblos para no morir en la guerra. Algunos se fueron para el centro y norte del país, donde se quedaron a vivir definitivamente.
Una buena parte de la familia de Harvy López Reyes había logrado llegar hasta el municipio de Nacaóme, Valle, mientras que Goascorán y otros municipios vecinos como Alianza, Aramecina y Caridad, que fueron saqueados por los salvadoreños y en los que murieron muchos hondureños, parecían pueblos fantasmas.
El día de la invasión, los militares salvadoreños «dispararon desde las 6 de la tarde hasta las 11 de la noche. De ahí tiraron una luz de bengala que se vio como si fuera de día para que ellos observaran lo que había. Vi una alcantarilla y me fui de arrastras y me metí para protegerme», añadió el exalcalde.
Harvy es miembro de una familia de quince hermanos, de los que una tía suya, Julia Reyes, que recién acaba de cumplir 100 años, desde muy joven se casó con un salvadoreño y tiene hijos y otros descendientes de la misma nacionalidad, con quienes vive en Santa Rosa de Lima, departamento de La Unión, en el vecino país.
Honduras y El Salvador son los países centroamericanos más unidos por vínculos familiares, por lo que sus pueblos no entienden cómo sus empobrecidas naciones se fueron a un conflicto armado que erróneamente el mundo conoció como «La guerra del fútbol».
En «Antigua Ocotepeque», un municipio que fue destruido en 1934 por una inundación causada por el río Marchala, y en 1969 fue uno de los puntos más importantes por donde entraron las tropas salvadoreñas, el campesino Luis Miguel Pinto recordó que tuvo que salir de su aldea, San Rafael, buscando donde protegerse, junto con su esposa y los dos hijos que entonces tenían, de dos y tres años.
«A mi me mataron un padrastro, un hermano y un primo. Me agarraron en la aldea Las Escaleras, me llevaron hacia El Rosario (El Salvador), dejando a mi familia en Las Escaleras, frente a San Rafael de Las Mataras», añadió Pinto, padre de cinco hijos, de los que uno se le murió en 2018 a los 52 años.
Pinto también fue testigo de la gran fosa común que fue abierta «con un tractor» para enterrar a centenares de hondureños y salvadoreños muertos en Nueva Ocotepeque, que fueron llevados en varios volquetes. «Eso fue cuando vino la mentada OEA (Organización de Estados Americanos) que paró el fuego», dijo.
Después de la guerra, antes de radicarse definitivamente en «Antigua Ocotepeque», Pinto, quien dice no guardar rencor para ningún salvadoreño, porque «todos somos hermanos», se trasladó a «Nueva Ocotepeque», que fue levantada en 1935, un año después de que la primera fue destruida por una inundación en 1934.