Tegucigalpa – En el tercer domingo de Cuaresma, tiempo preparatorio para la Semana Santa, el cardenal hondureño Óscar Andrés Rodríguez repugnó hoy la codicia la cual dijo es “la sed insaciable de acumular y tener cosas”.

“Estamos buscando agua en las cisternas agrietadas del poder y del placer, sin reglas morales del tener y acumular de un vicio horrible que se llama la codicia, la codicia es una sed insaciable de acumular y de tener cosas y peor todavía de tener dinero”, reflexionó el arzobispo de Tegucigalpa.

Cuántos de ustedes, como yo, conocemos gente que acumula y que acumula y que acumula y después tiene que dejarlo todo el día que el señor lo llama, cuestionó.

En ese contexto, recordó que Honduras tendrá este año una larga sequía a causa del fenómeno de El Niño.

“Qué triste que en la parte más pobre de nuestra ciudad, la gente tenga que comprar el agua, de esas cisternas que suben allá para venderles un poquito de agua”, lamentó.

El religioso exhortó a comprender que el tener es para compartir y el poder es para servir.

¿Hemos buscado verdaderamente el agua de la vida eterna?, cuestionó al tiempo que recordó que Jesús dice “dónde está tu tesoro ahí está tu corazón”.

“En este tercer domingo de Cuaresma le decimos señor, sabemos que tienes tú sed de que nos acerquemos a ti, de que podamos beber esa agua que salta hasta la vida eterna. Bendice a nuestra Honduras, que no sigamos buscando pozos que están agotados y que entendamos que el tener es para compartir y el poder es para servir”, caviló el cardenal hondureño.

Concluyó que debemos darle de beber a Jesús lo mejor que tenemos.

“Señor haz que tengamos sed de tu voluntad y ayúdanos para que tu santa voluntad sea nuestro alimento”, oró.

 A continuación Departamento 19 reproduce la lectura del día tomada del santo evangelio según san Juan (4,5-42):

En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice: «Señor, dame de esa agua así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla.»
Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve.»
La mujer le contesta: «No tengo marido».
Jesús le dice: «Tienes razón que no tienes marido; has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dijo: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.»
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.»
En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»