Washington – A Álex, Tamara y Yader les unen dos palabras que erizan la piel: El Chipote, la temible cárcel de las afueras de Managua en la que estuvieron encerrados más de año y medio. Y también un número, el 222, el de los pasajeros del ‘vuelo de la libertad’, que abordaron hace un año, rumbo al destierro.
El 9 de febrero de 2023 llegaban al aeropuerto de Dulles, cercano a Washington DC, unas horas después de que el presidente Daniel Ortega anunciara su salida de prisión y el arranque de una operación expedita de destierro a Estados Unidos coordinada por el Departamento de Estado.
“Lo que vivimos fue una película apoteósica, de la cárcel al avión, a la capital del país mas poderoso del mundo, en menos de 24 horas”, cuenta a EFE Álex Hernández, quien fuera uno de los líderes del movimiento opositor Unidad Nacional Azul y Blanco.
Hernández, de 33 años, recibe a EFE en su casa, una vivienda en el estado de Maryland, a media hora de Washington, y habla de cómo ha logrado sobreponerse al trauma y crear una nueva vida desde cero.
Haber podido alquilarla a su nombre, comprar algunos muebles y pagar el alquiler gracias a su trabajo en el departamento de limpieza de un hotel han sido varios de los logros de este complicado año.
Licenciado en administración de empresas (aunque sin papeles que lo reconozcan porque Ortega hizo desaparecer los registros), trabajaba en una financiera cuando comenzó a participar en las protestas antigubernamentales de 2018.
Su cada vez mayor compromiso lo llevó a tener que vivir errante y huyendo, “con la vida en una mochila”. “Hasta en la cárcel nos movían, de celda en celda”, narra.
Esta casa es el lugar más estable que ha tenido en muchos años. Y eso es hoy lo que quiere para su vida, estabilidad y tranquilidad.
Por eso no sale mucho, va siempre al mismo café, al mismo restaurante y pide la misma comida. “Son algunas de las secuelas de la cárcel”, reconoce.
La ayuda psicológica que recibe la emplea para curar las heridas que le quedan y “aceptar y superar que hay realidades que ya no van a regresar” y que es necesario enfocarse en esta nueva vida que les cayó sin pedirla.
Porque aunque dejaron la cárcel en el país de la libertad, muchos hoy no se sienten libres. “Yo no soy un inmigrante, ni un exiliado, que se van por decisión, aunque sea coaccionada. Yo soy un desterrado”, explica.
Ese término y el deseo de volver a su patria lo sienten la mayoría de los compañeros, cuenta.
Por eso sigue haciendo activismo político, porque se niega a aceptar que Estados Unidos sea para siempre y siente que con su lucha aporta “a que los tiempos se acorten”.
El mismo sentimiento tiene la activista Tamara Dávila, quien explica que, pese al ofrecimiento de la nacionalidad que han hecho países como España, la mayoría de los 222 está en Estados Unidos.
“La cercanía con Nicaragua ha jugado un rol para que muchos decidamos estar acá, porque queremos volver un día”, cuenta a EFE en una vídeoentrevista desde su casa de Míchigan.
Dávila, quien logró traer hace unos meses a su hija (el permiso humanitario de dos años que EE.UU. les dio puede extenderse a familiares), llegó a Míchigan por una oportunidad laboral en una Universidad para ser profesora de derechos humanos.
Haber estudiado un máster en la Universidad de Huelva la salvó y pudo validar sus estudios. “Somos pocos los afortunados”, cuenta Dávila, quien explica las dificultades que muchos han tenido este año y su enorme desprotección.
Sobre todo los mayores de 60 años, que están en una situación “muy precaria” con problemas de salud, sin poder trabajar, sin seguro médico.
A sus 33 años Yader Parajón tampoco lo tiene y por ello cuida mucho su alimentación, para que sus problemas de gastritis no deriven en problemas para su bolsillo.
Su rostro relajado y sonriente poco tiene que ver con el del aquella persona nerviosa e insomne que aterrizó hace un año y que contaba a EFE en una entrevista el miedo que tenía por estar “a la intemperie”, en esta nueva vida impuesta.
Hoy vive en Nueva Jersey y trabaja en el área de mantenimiento de un edificio. Quiere estudiar inglés, portugués y encontrar un día un mejor trabajo.
En EE.UU., afirma, hay oportunidades de crecer. Pero no es Nicaragua, ni tiene su Navidad, ni su olor. A Yader tampoco le ha desaparecido ese intenso deseo de volver a casa, ni el recuerdo de aquel día en el que sintió que le “arrancaban el alma” al subir a un avión.