Migrantes de diversas nacionalidades fueron registrados al subir a embarcaciones con destino a Capurganá, en el embarcadero de Necoclí (Colombia). EFE/Mauricio Duenas Castañeda

Capurganá (Colombia) – El infierno -o eso dicen- está escondido entre playas cristalinas y el verdor denso de la selva. Entre el sol caribeño y las lluvias torrenciales. Entre vallenatos, patacones y lanchas. Entre turistas buceando y migrantes buscando una mejor vida. Entre Colombia y Panamá.

Como los miles de personas que cruzan el Darién, una densa frontera natural sin muros ni concertinas, rumbo a Centroamérica Juan Carlos quiere un futuro mejor para su familia, una educación para su hijo y que así «no sea uno más del montón».

CRUZAR LA SELVA

Para conseguirlo se enfrentó a una de las fronteras más peligrosas del planeta: «Lo más arriesgado de una de las selvas más inexploradas del mundo son las mismas personas»; ni las víboras ni otros animales, asegura este venezolano.

Salió de Capurganá, un turístico pueblo colombiano colindante con Panamá, avanzando en la selva por la orilla del río. Descansaba en duermevela, «aguantando hambre» y siempre atento, aferrado a un «zapatico» de su hijo, que se convirtió en el amuleto que le empujaba a seguir.

Viajó con setenta haitianos, entre los que había diez «niñitos de brazos», aferrados a sus madres, que no se desprendían de sus chupetes. «Los niños no deciden migrar y cuando ves tantos niños es cuando te das cuenta de la situación en sus países», lamenta Juan Carlos.

«Puedes ver huesos humanos, cráneos que ya llevan diez años ahí y quién sabe de quién serán», relata este joven. Él vio a un niño morir.

Una vez en Panamá supo que su experiencia no fue la peor. Allí encontró hombres que habían sido violados, mujeres abusadas, gente que se quedó en el camino…

«Se perdieron diez y se perdieron y ya, y hay que seguir avanzando, y se perdieron y a nadie le interesa, y se perdieron y se perdieron pues», repite frustrado. A nadie le importó porque los números de quienes se quedan en la selva se desconocen.

Este año el Gobierno panameño contabiliza «aproximadamente» 12 muertes, por eso le pide a Colombia más información para saber a qué se atienen y conocer si alguien se quedó en el camino, pero la frontera es un vacío.

Según Panamá, unos 17.000 migrantes llegaron desde Colombia entre enero y abril, un aumento respecto a otros años. Colombia tiene constancia del paso de 4.200.

UN PUNTO OPACO

Hasta Capurganá el trayecto es «fácil». Los migrantes, la mayoría haitianos, llegan desde Brasil o Chile remontando en autobuses y entran por Ipiales, en la frontera ecuatoriana. Atraviesan Colombia por carretera hasta el norte, a Necoclí, y de ahí un barco, el mismo que utilizan los turistas, les lleva al otro lado del golfo de Urabá.

El puerto de Capurganá es un muelle de apenas cien metros, con lanchas pesqueras y coloridos hoteles al frente. El pueblo se cierra cuando llegan casi todas las mañanas 200 o 300 migrantes.

Pequeños vehículos los trasladan fuera del pueblo, bajo la mirada de los vecinos y los turistas que hacen ojos ciegos a lo que ahí sucede.

«La idea era llevarlos por la montaña, porque ellos no la conocen, hasta cierta parte en territorio colombiano, y desde ahí ya están cerca de Panamá», cuenta a Efe Emigdio Partúz, representante legal del Consejo Comunitario de Acandí (Cocomanorte), donde está Capurganá.

Esta organización comunitaria ha sido acusada de tráfico de migrantes por esa labor de «llevarles» por la montaña, pero Partúz se defiende: «Seguro que nosotros estamos haciendo cosas mal y cometiendo errores, pero el Gobierno no hace nada».

De esa parte del relato se escuchan todo tipo de atrocidades de las que nadie habla, aunque el rumor retumbe.

«Son sujetos de robo, de extorsión, de trata de personas por parte de organizaciones delicuenciales que están y que tienen una estructura en la misma selva», explica Luis Lanza, coordinador en Panamá del Consejo Noruego de Refugiados (NRC, sigla en inglés).

Hace poco una pareja de cubanos dio marcha atrás acobardada. «Por aquí no vayan a pasar, hermanos», les dijeron por Whatsapp a unos compañeros que venían detrás.

«A nosotros nos mataron a los guías de un tiro en la cabeza y nos dejaron a la deriva. Nos quitaron la plata. A las mujeres las violaron a todas (…) Te matan, loco, por aquí no pases», describía de forma atropellada.

¿QUIÉN ESTÁ DETRÁS?

Por dónde cruzar «depende de la instrucción que haya del uso de una ruta, sobre la capacidad de pago que tenga la gente y la decisión que tome el Consejo Comunitario», explica Cesar Mesa, jefe de la oficina de ACNUR en Apartadó.

Migración Colombia sabe que hay un problema, pero la orografía lo pone difícil. «Hay multipresencialidad de organizaciones criminales, la operación no es sencilla», admite a Efe el director de Migración, Juan Francisco Espinosa.

En esta zona no han identificado a extranjeros que controlen el negocio; quien «mantiene el ambiente es el Clan del Golfo», la banda criminal más grande del país.

Es difícil saber si una lancha transporta migrantes o cocaína, o si por una ruta se mueve droga o seres humanos de forma ilegal, pero sí hay «unos grandes cerebros» que se están llevando mucho dinero.

En el día a día, sin embargo, es difícil distinguirlos: hay «personas que claramente están traficando con migrantes y otros que están participando en una actividad de la que no son conscientes», explica Espinosa. Entonces, «no puedes llevarte a todo un pueblo a la cárcel».

«Si no tienes dinero no vales nada», reconoce el venezolano. «A veces pienso que no se trata de capitalismo o comunismo, sino de ofrecer un Estado donde se pueda ser feliz», divaga el joven, que ahora continúa hasta EE.UU. y reconoce que si le deportan, volvería a recorrer ese mismo camino.

«Sé que no voy a tener una vida, que me van a explotar. Sé que me falta pasar por México, por Honduras, pero vale la pena arriesgarse», confiesa.

Ese temple está presente en cada rostro que pasa por el Darién. «Un cubano nunca tiene nervios», grita desde el barco rumbo a Capurganá un joven. «El susto mío era quedarme en Cuba pasando hambre», alega, resumiendo un sentir común: el aspirar a una vida mejor.