Centenares de bolsas con comida fueron registradas el pasado 19 de mayo sobre el suelo de la Parroquia Santa María Madre del Pueblo, en Buenos Aires (Argentina). EFE/Juan Ignacio Roncoroni

Buenos Aires – Centenares de bolsas con comida abarrotan el suelo de la capilla. Algunas están abiertas y dejan escapar zanahorias, cebollas o lechugas, que se esparcen por la estancia. Los bancos, anterior lugar reservado para los feligreses, están amontonados a los lados, unos encima de otros, para no molestar. Tampoco se escuchan los rezos habituales, reemplazados por el ir y venir de los voluntarios.

La parroquia Santa María Madre del Pueblo, un símbolo del barrio Ricciardelli, la antigua villa 1-11-14 de Buenos Aires, lleva desde el pasado 20 de marzo sin ofrecer misa. La pandemia obligó a reconfigurar por completo la misión de la iglesia, transformada estos días en un gigantesco almacén de alimentos.

Para explicar este cambio, el párroco Juan Isasmendi recurre a las enseñanzas de Jorge Mario Bergoglio, cuyo recuerdo permanece en muchos vecinos de la villa a los que auxiliaba antes de convertirse en sumo pontífice.

«Hemos visto la necesidad de que la parroquia sea, como el papa Francisco nos enseña, un hospital de campaña, donde la gente encuentre consuelo y cuidado», dice a Efe durante uno de sus breves descansos.

Y es que la situación de este distrito, ubicado en el Bajo Flores porteño, no podría ser más crítica: a la emergencia social se ha sumado la amenaza del coronavirus, que ya ha infectado a más de 470 de sus habitantes, convirtiéndose en uno de los barrios con más casos de la ciudad.

UNA PARROQUIA PARA LA «EMERGENCIA»

Son las 10 de la mañana y todavía hay vecinos pendientes de recoger su desayuno a las puertas de la parroquia. Aunque la inmensa mayoría porta mascarilla, el poco espacio y los nervios de la espera acaban dificultando el distanciamiento social.

«¡Un metro de distancia!», vocifera de forma recurrente el padre Isasmendi, que por la llegada de la pandemia cambió el alzacuellos y la sotana por una holgada sudadera para trabajar con mayor comodidad.

Para este sacerdote, la irrupción del coronavirus profundizó la «fuerte» emergencia social de este barrio, una circunstancia que llevó a organizar un amplio dispositivo en materia de alimentación, salud y trabajo social.

«Armamos seis comedores de emergencia, todos hechos con gente de nuestro barrio que se ofreció para cocinar y trabajar; armamos un eje de salud, para atender a nuestros abuelos y abuelas en casa, con un grupo de jóvenes (…); y también otro eje de trabajo fuerte fue el cuidado y el aislamiento para gente en (situación de) calle y adicciones», relata.

Tamaño despliegue implica un importante desembolso económico para la parroquia: una vez por semana, Isasmendi acude al mercado mayorista para proveerse de todos los alimentos necesarios y mantener así a la comunidad, un gasto de cerca de 300.000 pesos (unos 4.285 dólares) cada siete días.

INGRESO A TRAVÉS DE UN «TUNEL SANITIZANTE»

Al atravesar la entrada del recinto, sorprende la imagen de un «túnel sanitizante» por el que tienen que pasar todos los voluntarios tanto al entrar como al salir de la parroquia, en aras de mantener desinfectadas sus ropas.

Aquí todos cumplen con las medidas de higiene, tanto los jóvenes encargados del reparto de los alimentos como un grupo de cinco adultos que trabaja a destajo en la cocina, ya sea pelando patatas o cortando trozos de carne.

De hecho, todos ellos son vecinos de la propia villa, una «cantidad inmensa de gente» que ha ido circulando por los distintos tipos de voluntariado desde el inicio de la cuarentena.

«Acá me parece lindo esto, no existe un voluntario que ayuda, existe una comunidad que se hace cargo de un problema y que sale el encuentro de la situación», cuenta el padre Isasmendi, para quien la pandemia puso de manifiesto las «entrañas de misericordia» de los residentes del distrito.

También es una forma de sobreponerse al miedo, instaurado en unos barrios populares que hoy representan el 35 % de todos los contagios de la capital argentina.

«Yo creo que el proceso psicológico-espiritual de la persona y de la reacción comunitaria tiene un primer impacto medio de pánico, pero rápidamente las comunidades y los barrios humildes tienen una reacción muy saludable. En eso yo he visto las dos cosas, un impacto fuerte de pánico, pero después mucha capacidad de estar cerca y estar juntos», afirma el párroco.

BENDICIONES A UNA VIRGEN DE HIERRO

El descanso entre el desayuno y la comida apenas dura una hora, puesto que poco después del mediodía comienzan a llegar los primeros vecinos para recibir los fideos del almuerzo.

Sin embargo, una nueva imagen sorprende a todos: transportada a remolque por una camioneta llega una enorme virgen de hierro, que precisa del arrojo de siete hombres para ser colocada en las inmediaciones de la iglesia.

Ataviado, ahora sí, con una sotana, el padre Isasmendi dice unas palabras ante el público allí congregado, portando en sus manos un recipiente con agua bendita.

«La vamos a bendecir así sencillito, nomás, para no generar la aglomeración de la gente», arranca a hablar el cura.

«En medio de una situación comunitaria tan difícil para nosotros, donde los contagios crecen un poquito más, donde hay familias que se sienten con miedo, desprotegidas, le pedimos a la virgen que ella haga presente hoy un cariño en nuestro pueblo», añade Isasmendi, justo antes de exclamar un fuerte «¡viva la virgen!» junto al resto de los asistentes.

Con el fin de las ovaciones comienza a repartirse el almuerzo entre los más de 1.000 vecinos que, como Zaida, acuden cada día a la parroquia para tener algo que llevarse a la boca.

Su caso es el mismo que el de muchos de los residentes de las villas: el confinamiento destruyó gran parte del empleo informal, única fuente de ingresos para la mayoría de sus habitantes.

«Vivo del día a día, sí o sí tengo que venir. Antes no venía a retirar, desde que empezó la cuarentena sí porque no tuve más opción que venir acá a buscar comida, porque si no, nos morimos de hambre todos», cuenta a Efe esta joven de 22 años.

UNA OPORTUNIDAD PARA INCREMENTAR EL CUIDADO DE LOS MÁS VULNERABLES

Este contexto de creciente «necesidad social» supone, según el responsable de la parroquia, una «oportunidad» para tratar las cuestiones más estructurales de las villas de emergencia, hogar de alrededor de 170.000 personas en la capital federal.

«Creo que estamos en el foco de la tormenta, ahora yo siento y veo el crecimiento del contagio, lo veo cerca. Creo que esa virulencia del contagio va a hacer que primero haya que pensar serenamente y estratégicamente los dispositivos de cuidado de la parroquia, y además hay que acrecentar el acompañamiento en los barrios humildes», subraya.

En cualquier caso, la pandemia ha terminado por poner de manifiesto el espíritu de «solidaridad» que, día tras día, inspira el trabajo de los vecinos del barrio Ricciardelli.

«Creo que la solidaridad es la forma de amor más linda de estos tiempos, porque a medida que crece el virus, la solidaridad y la fe crecen. Creo que eso es lo lindo de estos barrios», concluye Isasmendi antes de ponerse, otra vez, manos a la obra.

A sus espaldas queda la iglesia. Un dibujo del papa Franscisco sonríe. Parece dar la bienvenida a quien se acerque en busca de ayuda.