Nueva York – Al padre Pablo González todos le conocen en la comunidad de inmigrantes en el sur de El Bronx, una de las zonas más pobres de Estados Unidos. Hace nueve años llegó desde España para llevar consuelo al espíritu y, ahora, lleva también alimentos. La pandemia del coronavirus ha desbordado las necesidades de las familias de su parroquia, que ya estaban en necesidad.
Mexicanos, dominicanos, puertorriqueños, salvadoreños o argentinos acuden a su humilde iglesia Santa Rita de Ciscia en el corazón del sur de El Bronx. Inmigrantes de escasos recursos económicos que han perdido sus empleos debido a la pandemia, muchos con niños pequeños, sin nada para comer han acudido a pedir su ayuda.
Las llamadas no paran de sonar en su móvil para pedir alimentos, pero también oraciones, consuelo para el espíritu o ayuda para pagar el alquiler, algo, dice con pena, con lo que no puede ayudar porque el dinero es para los alimentos de quienes los han solicitado.
«Esta es la zona con menos oportunidades de salir adelante, para encontrar trabajo, para poder desarrollar una carrera en el futuro y con esta pandemia se han quedado sin trabajo, llevan dos meses sin trabajar, sin ayuda directa del gobierno y dependen de las parroquias, de Caridades Católicas para pagar lo básico y sobre todo, para comer», dice a Efe el sacerdote madrileño, que supervisa personalmente los alimentos que llevará con ayuda de voluntarios a hogares de ancianos y enfermos, muchos de ellos indocumentados.
Pañales para niños, leche, alimentos perecederos o cebollas están sobre la mesa del comedor de la escuela de la parroquia convertido ahora en centro de distribución durante la emergencia. En los congeladores hay carnes, frutas y vegetales y otros alimentos que han sido donados a la Iglesia por empresas, parroquianos y Caridades Católicas.
Pero, advierte González, no es suficiente para abastecer las necesidades de sus parroquianos por lo que ha pedido ayuda a amigos en Nueva York, en España, a su familia, quienes han donado dinero con el que compra también alimentos y da la bienvenida a todos los que quieran aportar.
El sacerdote se mueve de un lado a otro sin parar y en sus manos sostiene una lista con los nombres de quienes recibirán los alimentos, mientras los voluntarios preparan las bolsas con alimentos.
Momentos antes había celebrado la misa en solitario, como exigen las reglas para evitar la propagación del virus, que luego estará disponible en YouTube, tras lo cual abrió las puertas de su iglesia para recibir a dos de sus ayudantes para la Exposición del Santísimo.
La Iglesia, como muchas otras en el estado más afectado por la pandemia, está en penumbras y vacía. Sólo una tenue luz sobre el altar adornado con rosas blancas, rosadas y moradas, y en las paredes cuelga una fotografía de la madre Teresa de Calcuta, que a pocos pasos de allí estableció un monasterio de monjas misioneras, así como una imagen de la Virgen de la Guadalupe, patrona de México.
En el confesionario, una mascarilla que aguarda allí por el religioso recuerda la pandemia hasta en ese momento tan íntimo para los creyentes.
«Estamos repartiendo (alimentos) sobre todo a familias que están en cuarentena que por tanto no pueden salir a la calle o ancianos que no es conveniente que salgan. Tengo un grupo fantástico de voluntarios que van a recoger la comida (a Caridades Católicas) la traen aquí, la organizan y la llevan directamente a las casas», indica.
Destaca apenado que una encuesta que realizó entre sus feligreses hace dos meses, cuando la pandemia llegó a Nueva York, le reveló que el 70 por ciento había perdido su empleo.
«Eso significa que no tienen dinero para pagar la renta, para comer, comprar medicinas y cosas básicas. Esto ocurría antes en un por ciento mucho más pequeño. Hemos pasado del 20 al 70, 80 por ciento» sin empleo, indicó este sacerdote de 40 años.
«El impacto ha sido muy grande porque nos hemos visto completamente desbordados. La gente literalmente no tiene para comer. Nuestras familias tienen muchos niños pequeños y tenemos miedo de problemas de mal nutrición. Se necesita comer bien todos los días», señala mientras voluntarios como Andrés preparaban las bolsas con alimentos que distribuyen al menos tres veces a la semana.
Este voluntario mexicano señala que respondió al llamado de ayudar a la comunidad de su párroco. «Estoy sano, no tengo nada que hacer, no trabajo y mis hijas vienen a esta iglesia», indica.
Listos los primeros paquetes, el sacerdote se dirige a la residencia de Doña Gloria, una viuda salvadoreña de 75 años, que vive sola, cerca de la iglesia y que lo recibe con mucha alegría.
Aunque le preocupa el virus, Doña Gloria afirma: «tengo mucha fe en que Dios nos va a ayudar y a sacar de esto y con la ayuda del padre Andrés que es tan generoso, que está pendiente de los feligreses».
Tras despedirse del sacerdote, el párroco inicia el regreso a su iglesia. Se detiene para atender una llamada. Otro feligrés con el virus que necesita de consuelo, dice y continua su marcha para luego afirmar: «Aquí yo no soy importante, sino mis feligreses».