El sacerdote jesuíta español Alberto Álvarez, de 96 años, recuerda en una entrevista con Efe sus siete décadas de apostolado en Japón, como misionero, un papel que también quiso tener el papa Francisco pero que no pudo cumplir. Será uno de los jesuitas que se reunirá con el papa cuando visite Japón en los próximos días. EFE/Agustín de Gracia

Nerima (Japón) – El padre Bergoglio y el padre Álvarez compartían el sueño de ser destinados a Japón: el primero no lo consiguió y acabó convertido en el papa Francisco; el segundo lo logró tras solicitarlo durante ocho años, y hoy se define como «el misionero más feliz del mundo».

Décadas después de aquellas decisiones que cambiaron sus vidas, el jesuita Alberto Álvarez, de 96 años, malagueño de nacimiento, y el papa Francisco, de 82, se podrán conocer la próxima semana en una misa privada del santo padre con miembros de la Compañía de Jesús en Tokio durante el viaje del pontífice por Japón.

«Felicitarle está prácticamente prohibido para nosotros, pero como es un santo varón creo que se le puede decir. Para nosotros ha sido una alegría. En toda la historia de la Compañía de Jesús nunca había habido un jesuita papa», señala felizmente el padre Álvarez en una entrevista con Efe.

El sacerdote, aquejado de varias enfermedades pero provisto de gran elocuencia, comienza a hablar con una sonrisa en la cara, ríe y se emociona con frecuencia durante la entrevista y camina al compás de su bastón por el asilo «Loyola House» para jesuitas ancianos y enfermos en el que reside en Nerima, al oeste de Tokio.

Cuando supo que el papa visitaría Japón, escribió una carta para el pontífice solicitando conocerle en nombre de los diecisiete jesuitas del asilo, de los cuales él se considera «el que está mejor», junto con una foto de grupo.

La misiva llegó a sus superiores entre su congregación en Japón e hicieron posible que él, junto con otros de sus compañeros de residencia, estén presentes en la misa privada que el papa dará en la Universidad de Sofía, fundada y regida por jesuitas.

«Él tenía un interés grandísimo en venir como misionero aquí y, como no pudo, siempre que tiene una chance, ha venido. El padre (Pedro) Arrupe le dijo que no podía ser porque acababan de quitarle un pulmón y el clima de Japón era demasiado húmedo para él», relata Álvarez.

DE CADETE A SACERDOTE

Este cura de origen español, que sintió una llamada de Dios a punto de entrar en la academia militar y con novia a los 18 años, tuvo más fortuna en su solicitud que el futuro Papa argentino y fue destinado a Japón, adonde llegó cinco año después de que cayeran las bombas atómicas.

«Había mucha hambre, era tremendo, ¡chiquillo!», exclama Álvarez, al que fue encomendada la misión de evangelizar una zona de Hiroshima en la que todavía no había católicos y donde más de una vez le insultaron al confundirlo con un soldado de las fuerzas de ocupación estadounidenses.

En Japón fue donde conoció al misionero vasco Pedro Arrupe, superviviente de la bomba atómica de Hiroshima, del que fue secretario personal durante dos años y quien terminaría siendo padre general de los jesuitas y al que define como «un santo» y «un hombre de oración, de una vida paupérrima».

«El papa hace lo mismo. Por la mañana, se tiene la obligación de tener una hora de oración y meditación. Arrupe siempre tenía tres horas, siendo quizá el jesuita más ocupado. Siempre lo hacía además sentado a la japonesa», narra este sacerdote.

Impulsado por un llamamiento del papa Pío XII a evangelizar Japón para lograr la conversión de toda Asia, Álvarez comenzó a ser conocido entre los nipones como padre «Aravaresu» y a los pocos años cambió su nacionalidad española por la del archipiélago asiático.

SIETE DÉCADAS ACTIVO

Ha estado en activo casi siete décadas -hasta hace tres años- para la conversión al catolicismo de Japón, pero cree que esta misión «humanamente hablando» está «fracasando», debido al bajísimo número de conversiones en un país en el que el número total de católicos es del 0,34 por ciento.

Pese a ello, Álvarez siente «una alegría tremenda de morir jesuita» en Japón, por lo que su sueño de misionero «en parte se ha cumplido».

«96 años, Dios mío. Empecé con dieciocho años. Estoy contentísimo espiritualmente hablando por haber podido ofrecer mi vida a la conversión del Japón. Y ese misterio, ofreciendo y ofreciendo y ofreciendo, y no hay conversiones. Por ahora. Por ahora», concluye el anciano sacerdote.