Una empleada del hogar realiza su trabajo en un domicilio de Madrid. EFE/ Dani Caballo/Archivo

Madrid – El trabajo de empleada del hogar es de las pocas opciones para muchas migrantes de América Latina en España, donde la pandemia ha agravado la precariedad de un servicio esencial pero poco reconocido, en el que luchan por sus defender sus derechos.

Los estereotipos clasistas de “la chacha» o sirvienta «y el señor” para el que trabaja perviven en un servicio doméstico que en buena medida está en la economía sumergida, advierten a Efe Carolina y Janina en el Centro de Empoderamiento de Trabajadoras del Hogar y Cuidados en Madrid, un espacio pionero en España donde la asociación Servicio Doméstico Activo (SEDOAC) ayuda a estas mujeres.

No hay datos oficiales sobre el número de estas trabajadoras en España, señala Carolina Elías, presidenta de la asociación, pero se estima que el 80 por ciento de quienes llegan de América tienen antes o después como única alternativa este trabajo.

Las dominicanas abrieron el camino en la década de 1980 y luego las siguieron otras muchas nacionalidades, últimamente hondureñas, cuando en sus países la necesidad económica aprieta y emigrar a España es la esperanza para mantener a los hijos.

Pero la pandemia de la covid-19 cerró fronteras y desde el año pasado no se puede entrar como turista, como hacían muchas migrantes que luego emprendían su odisea para conseguir “los papeles”, el soñado permiso de residencia y de trabajo.

Al final muchas “ya no son ni de aquí ni de allá”, relata Carolina, porque vienen con la idea de estar unos pocos años para enviar dinero a sus familias y terminan incluso quedándose para siempre.

Ella llegó de El Salvador en 2009 con otras expectativas pero terminó en este trabajo durante unos años y ahora lucha porque sus compañeras vayan poco a poco logrando derechos, como conseguir la cotización a la Seguridad Social por las horas que realmente trabajan o el subsidio de desempleo.

AÚN PEOR CON LA PANDEMIA

Derechos como la baja por maternidad en cambio se están traduciendo en despidos de manera aún más masiva durante esta pandemia, que literalmente ha dejado “encerradas” a muchas empleadas en los hogares donde trabajan, lamenta.

El miedo a que trajeran el virus a casa llevó a muchos empleadores a exigir que las “internas”, quienes viven en el hogar para el que trabajan, no salieran ni en sus días libres, denuncia Elías, quien recuerda el caso de una compañera enferma de covid que casi pierde la vida porque no la dejaban ir al hospital.

Denunciar estos abusos no es fácil, porque si vas a la Policía, te arriesgas a la expulsión del país si estás irregular.

Unas 370.000 de estas empleadas cotizan a la Seguridad Social en España, pero puede haber otro tanto en la economía sumergida, con una espera interminable a que el empleador cumpla la promesa de darlas los papeles para regularizar su situación, comenta.

La economía sumergida ha crecido durante la pandemia, con más de 20.000 despidos de quienes tenían contrato, que se ven abocadas a trabajar ahora sin él e incluso por menos del salario mínimo de 950 euros, unos 1.156 dólares al mes.

Acudir a la asociación para recibir asesoramiento de la abogada, el apoyo de la psicóloga o asistir a actividades como cursos de informática es el “único escape” para muchas.

En lo que va de año han acudido más de trescientas, casi tantas como durante todo el año pasado.

“No es un trabajo malo, es un trabajo en malas condiciones”, sentencia sobre un empleo en el que “cuidamos de la vida” pese a que persiste un “desprecio social” que no reconoce labores como el cuidado de ancianos.

Su compañera Janina Flores, que llegó del Perú hace ya 17 años, coincide en que es un trabajo “bonito, pero infravalorado”, porque la propia ley “nos margina” con menos derechos laborales que otros.

Ella atendía a un matrimonio mayor pero él murió de covid y, si la esposa falleciera, quedaría sin trabajo y sin subsidio de desempleo.

“Me gusta ayudar, damos valor a la vida”, sentencia, y las latinas son vistas como “más cariñosas” comparadas con otras nacionalidades. En su caso ve a su empleadora, de 76 años, como una madre o abuela, a la que escucha o da la mano para que no se sienta sola.

“Es un trabajo muy bonito, pero es muy duro”, concluye.