Arquía (Colombia) – El resguardo indígena tule de Arquía, en la frontera con Panamá, es una de las pocas comunidades en Colombia que ha conseguido recuperar terrenos que el conflicto armado les arrebató. El despojo ha sido una constante en un país donde se sigue matando por la tierra.

Elirio Poyato es uno de los miembros de esta comunidad que en las últimas décadas tuvo que dejar su hogar y salir por la selva de un día para otro dejando atrás sus pertenencias.

A este hombre de casi 60 años lo amenazaron hace 24 años las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). «Un día me llamó un señor y me amenazaron; me dio miedo y me fui de una vez por el (río) Atrato», relata a Efe en su casa en el resguardo, al que volvió seis meses después pero sin dos hijos que se quedaron definitivamente en Panamá por miedo.

Poyato tenía una tienda al lado de la escuela, en el pueblo formado por una veintena de casas de madera y tejados de ramas, y le pedían tres millones de pesos (unos 730 dólares de hoy) de extorsión.

Con su familia de ocho hijos se marchó a Panamá que está a 1,5 kilómetros del resguardo pero separada por el espeso y peligroso Tapón del Darién.

Los tule (también llamados cuna o gunadule) son un pueblo en extinción del que quedan unas 62.000 personas, la mayoría en Panamá y apenas dos millares en tres resguardos en el Urabá, una fértil región del noroeste de Colombia.

En Arquía, un resguardo de menos de 3.000 hectáreas, durante años las AUC impusieron su ley con el Bloque Elmer de Cárdenas, comandado por Freddy Rendón Herrera, alias «El Alemán», hermano del narco Daniel Rendón («Don Mario»).

Por su posición estratégica en una de las fronteras más inexpugnables del mundo, los paramilitares quisieron controlar ese territorio, mataron a más de una decena de indígenas, reclutaron a jóvenes y usaron «el hambre como estrategia de exterminio cultural», como dijo el juez Mario José Lozano en la sentencia de restitución de tierras de 2018 con la que se les reconoce como víctimas.

Los indígenas son «víctimas de riesgo de exterminio físico y cultural porque son una minoría y, en ese sentido, la pérdida de una sola persona en una comunidad indígena tiene repercusiones respecto a la continuidad de la cultura», explica a Efe la directora de Asuntos Étnicos de la Unidad de Restitución de Tierras (URT), Sally Mahecha.

Esta sentencia ordena que se les devuelvan diez terrenos que les expropiaron que suman casi 500 hectáreas, además de ordenar que se les consulte sobre la construcción de la carretera Panamericana, la interconexión eléctrica con Panamá o que se documente la masacre de ocho indígenas en 2003 como un proceso de memoria histórica.

POCAS SENTENCIAS

Este es uno de los cuatro procesos de restitución de tierras -de 32 aceptados en la zona del Bajo Atrato chocoano- en los que se ha conseguido un fallo judicial favorable.

Pese a ser este un caso exitoso, la realidad es que hay un «rezago en la implementación de la política de restitución de tierras», dice el investigador Julián Salazar, del centro de estudios Cinep.

Salazar es uno de los autores del informe «¿Cómo va el cumplimiento a las sentencias de restitución indígena en el municipio de Unguía, Chocó», que muestra que en esta zona solo se ha cumplido el 35 % de las sentencias.

«La institucionalidad no está haciendo los esfuerzos necesarios para maximizar las posibilidades de alcanzar los objetivos establecidos en la ley», asegura Salazar, quien dice que no es solo por falta de presupuesto, sino por la dificultad de implementar cuando sigue habiendo conflicto.

A las AUC las reemplazaron las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o Clan del Golfo, es decir, los mismos paramilitares con diferente nombre que siguen imponiendo su ley; nada se mueve en ese territorio sin su aprobación.

Los tule tienen prohibido el acceso a lugares sagrados, como el Cerro Takarkuna, que está lleno de cultivos de coca y laboratorios de producción de cocaína. Cuando llueve y el agua del río sube, denuncian los indígenas, arrastra los residuos químicos y «los niños se empiezan a poner enfermos».

LA TIERRA COMO ORIGEN DEL CONFLICTO

El Urabá, característico por sus plantaciones bananeras, es una de las zonas donde históricamente se ha producido más despojo en Colombia; campesinos amenazados por paramilitares que tenían que dejar sus terrenos y acababan en manos de ganaderos y empresas agrícolas.

La tierra «es uno de los temas que en Colombia ha generado más violencia», dice a Efe León Valencia, director de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares), que lamenta que «de cada ola de violencia sale más concentrada la tierra porque se apoderan de ella».

Según la Fundación Forjando Futuros, han sido presentadas más de 137.000 peticiones de restitución de tierras y el 65 % de ellas han sido rechazadas por la URT.

Hay apenas 12.200 casos resueltos judicialmente, es decir, menos del 9 % desde que se aprobó la Ley de Restitución de Tierras, en 2012. De los 6,5 millones de hectáreas abandonadas o despojadas, solo se han restituido 530.000, el 8,1 %.

«Estas cifras son una vergüenza», lamenta Valencia, quien subraya que quienes «despojaron la tierra, están ganando la batalla».

Detrás del despojo estaban paramilitares o guerrilleros pero también empresas y políticos, hasta el punto de que cuando las AUC se sometieron a la Ley de Justicia y Paz «eran capaces de confesar los asesinatos más atroces, pero no confesaban la apropiación de la tierra», recuerda Valencia.

Colombia es uno de los países con mayor concentración de tierra del mundo con un conflicto que aún desangra el campo y que para acabarlo, dice Valencia, tiene que haber «un cambio muy grande y profundo» en cómo y quién la posee.