Rabat/Tetuán (Marruecos) – Los tres tienen entre 16 y 17 años y una enorme e invisible mochila a sus espaldas, llena de los 5.000 kilómetros recorridos de Sudán a Marruecos en su afán para llegar a Europa. Son aún niños, están solos y son migrantes, lo que los convierte en triplemente vulnerables.

Sentados en la hierba de un parque de Rabat, Mohamed, Mojtar y Ali (nombres ficticios) ponen cara al drama de los miles de menores que salieron de sus casas huyendo de la guerra, el abuso o la pobreza y están aún en su camino hacia países donde confían podrán estudiar, trabajar y enviar dinero a sus familias.

«Cuando tengo sueño, duermo donde estoy. Pero lo hago cada vez en un sitio, durante tres o cuatro horas, porque dormir en el mismo lugar puede atraer a las autoridades», dice a EFE Mohamed si parar de mirar una brizna de hierba entre los dedos.

LA GRAN MAYORÍA, ADOLESCENTES

Tiene 16 años, estatus de refugiado y vive en las calles de Rabat con el miedo continuo a ser detenido. Es la consecuencia de un histórico de golpes y detenciones en su ruta a Marruecos pasando por Chad, Libia y Argelia, que atravesó tras salir de Sudán en enero de 2021.

Su última experiencia con la policía fue el 24 de junio, cuando intentó cruzar la frontera de Melilla junto a cientos de migrantes y murieron al menos 23. Los marroquíes, cuenta, le pegaron, lo metieron seis días en la cárcel y lo trasladaron a una ciudad del sur a 900 kilómetros de distancia.

Mohamed es parte de los 1.087 niños que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) tiene registrados en Marruecos como refugiados o peticionarios de asilo, una cifra que en 2021 subió exponencialmente con el flujo de sudaneses huyendo de la guerra. Representan un 6 % de las 18.000 personas a las que presta ayuda Acnur.

«En muchos casos son supervivientes de violencia de género, sexual o física. Han tenido un exilio muy complicado, cruzando fronteras y recurriendo a personas que les cobraron dinero», explica Sandra Flores, encargada de protección de Acnur en el país magrebí.

Sus experiencias, dice, se van acumulando y en Marruecos suelen acabar en la calle, especialmente si tienen más de 15 años, que son la gran mayoría de ellos. Para los más pequeños existen centros de menores estatales y familias de acogida.

LOS «INVISIBLES», VÍCTIMAS DE REDES

La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) ha atendido en los últimos dos años a 4.000 niños migrantes que llegaron solos a Marruecos y solo ha podido alojar a alrededor de 400. Esos son los «visibles», explica a EFE Laura Palatini, jefa de misión en el país magrebí.

«La mayoría son invisibles» y podrían ser víctimas de redes de tráfico. Eso sin contar a los que están en grupos de mendicidad, por lo que pagan unos 120 euros al mes. «Si no pagan, les dejan a su suerte», dice Palatini.

El apoyo que necesitan es «enorme». Techo, comida, educación y algo en lo que se repara poco: ayuda psicológica. «Es una necesidad tan básica como la vivienda», explica.

Junto a Mohamed se sienta Mojtar, que tiene 17 años y salió con 15 de Sudán. «Me escapé de casa, era muy pequeño». Acumula heridas físicas del viaje -la última una cicatriz en la pierna de la valla entre Argelia y Marruecos-, pero sobre todo psicológicas. «Sufro todos los días», dice.

Y a su lado Ali, de 16 años, que también duerme en la calle. Lleva siempre una sucia mochila rosa, todo lo que tiene, que usa como almohada. Su colchón: unos cartones.

En un pie, Ali señala un vendaje mal puesto. Le atropelló un coche, pero no tiene dinero para ir al hospital. Sin un certificado de residencia, en los centros de Marruecos no le atienden.

NIÑA Y MIGRANTE: MÁS FRÁGIL SI CABE

Y ellos lo tienen difícil, es aún peor lo que pasan las niñas, destaca Palatini, que representan, según la OIM, una de cada cuatro menores migrantes no acompañados.

Es el caso de Kesso. Tiene 15 años, es de Guinea Conakry y viajó en octubre de 2021 con un señor, cuenta, contratado por su familia para que la llevara a Europa. El avión hizo escala en Casablanca y ahí acabó su viaje. Luego vivió en una casa en Tánger sin electricidad junto a otros migrantes.

Kesso tiene la suerte de estar, desde hace dos semanas, en un centro en Tetuán de la marroquí Asociación para la Protección de la Infancia y la Conciencia Familiar, donde quiere aprender carpintería.

Otra que trabaja por estos pequeños es la Fundación Oriente Occidente, que en Rabat les da cursos de idiomas, aloja a los que puede en apartamentos (35) y ayuda a otros a alquilar una habitación entre varios.

Pero, según explica su responsable Nourdin Dadoun, los caseros son reacios a alojar a subsaharianos. Hay, resume, cada vez más menores y los mismos escasos medios.

Y mientras las organizaciones se debaten para atenderlos, estos niños van llegando a la edad adulta y acumulando peso en la mochila, lo que refuerza su deseo de cruzar a Europa.

«Si hay una oportunidad, voy a ir a España», dice Kesso sentada en su litera. «Quiero ir a Europa, aunque veo que es difícil», afirma un muy delgado Ali sin despegarse de su mochila rosa. «Echo de menos a mi familia, pero quiero continuar a Europa para ayudarles», sentencia Mojtar, que aún no sabe dónde dormirá esta noche.

por María Traspaderne, Fátima Bouaziz y Mohamed Siali.