Villa del Rosario (Colombia) – Un comedor situado a menos de un kilómetro del puente Simón Bolívar, el principal paso de la frontera colombo-venezolana, es una luz de esperanza para más de 4.000 ciudadanos de ese país que a diario cruzan la línea limítrofe para almorzar y, con suerte, llevar algo para sus familias.
Es la Casa de Paso de la Divina Providencia, ubicada en una zona residencial de Villa del Rosario, municipio del área metropolitana de Cúcuta, donde la muchedumbre llega a buscar un plato de comida, que en la mayoría de los casos es el único que consumen en el día, una titánica tarea para los benefactores que los alimentan de lunes a sábado.
Las filas se alargan hasta un parque situado a dos calles del lugar donde la gente espera, bajo el inclemente sol que hace rodar gotas de sudor por el rostro de niños y adultos, el turno para poder entrar a almorzar.
En platos de todos los colores se sirve la comida: arroz, lentejas, carne desmenuzada y yuca, una porción generosa que desde el más joven hasta el más anciano comen con gusto y agradecimiento, como lo expresa Carlos Rodríguez, quien cuenta a Efe que desde hace cuatro meses visita a diario el comedor comunitario, una iniciativa de la Diócesis de Cúcuta.
«Para llegar acá tengo que caminar ocho cuadras» desde la cola de la fila, asegura Rodríguez, quien llega a pie todos los días desde su natal San Antonio del Táchira, en Venezuela, y agradece la ayuda que le brindan en Colombia en un momento muy complicado para su país por la crisis política, social y económica que el régimen de Nicolás Maduro se niega a reconocer.
El menú en el comedor siempre varía y para Nelly Amparo García, que también vive cruzando el Simón Bolívar y tarda más de media hora en llegar al comedor desde su casa, la comida que le dan sabe a manjar.
«Hoy nos dieron unas lentejas bien buenas; el comedor es muy bonito y dan muy buena atención; todo está limpiecito», dice sobre el lugar, decorado en su fachada con tres cuadros de la Virgen María, el papa Francisco y la Madre Teresa de Calcuta.
García agradece el plato que recibe a diario, sabedora de la escasez de alimentos y medicamentos en Venezuela.
La idea del comedor surgió en 2017 cuando, inspirado en el mensaje papal de ayudar a los migrantes del mundo, el sacerdote colombiano José David Cañas Pérez, de la Diócesis de Cúcuta, quiso poner su grano de arena para ayudar a los venezolanos que llegaban a Colombia.
«Vinimos con una ollita a tratar de mitigar y ayudar a los hermanos venezolanos, después nos dimos cuenta de que no podía ser algo puntual sino que teníamos que organizarnos y fue así como alquilamos este terreno», relata a Efe.
A su iniciativa se sumó gente de Cúcuta y el gremio del calzado, una industria fuerte en la ciudad, y el sector de las confecciones, empezaron a aportar almuerzos, cuenta el sacerdote.
El primer día de funcionamiento del comedor fue el 5 de junio de 2017, pero como los centenares de almuerzos que preparaban entonces no alcanzaban, hacían un filtro para atender solo a los más necesitados.
Sin embargo, todo cambió el año pasado cuando el Programa Mundial de Alimentos (PMA), de la ONU, comenzó a ayudar con mercados para preparar la comida.
«Nosotros, desde lo humano, tratábamos de dar 100 almuerzos diarios pero no pensamos que iba a entrar lo divino; llegó la misericordia de Dios y empezaron a aparecer los servidores, porque está casa funciona por ellos, un promedio de 120 por día», destacó el sacerdote.
En ese sentido explicó que hay tres tipos de personas que le asisten en el comedor, que es apoyado también por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid).
Unos son voluntarios de la iglesia católica que se acercan a ayudar en lo que se pueda; otros son venezolanos, que van vestidos con camisetas vinotinto y azules y reciben un plato extra de comida al final del día por su trabajo, y el último grupo es el de contratados por el PMA, expertos en el manejo de los alimentos.
El lote en el que funciona el comedor tiene entrada y salida en dos calles diferentes y puede albergar al mismo tiempo a mil comensales, algunos de los cuales llegan solos mientras que otros comen en familia.
En esa especie de refugio los venezolanos consiguen la recompensa por esperar durante horas en el calor infernal de esta región: un almuerzo completo y una carpa que les protege de los rayos del sol, todo gracias a un sacerdote que está dispuesto a darle alimento a quien lo necesite.