El primer encuentro entre Gámez y su hija, después de su llegada a Nueva York. Foto/The New York Times

Tegucigalpa – La separación familiar que provocan los flujos migratorios orillado por la búsqueda de una mejor vida o huyendo de la inseguridad no suelen tener límites en su impacto en el núcleo familiar, uno de los más catastróficos y menos esperados el intento de suicidio.

– En junio de 2016, por las amenazas de las pandillas a su familia, Heydi consiguió el asilo, lo que le dio derecho a vivir permanentemente.

– La historia de Heydi se reedita cada día en los cientos de infantes separados de sus padres a causa de la migración.

Es el caso de Heydi Gámez García, una hondureña de 13 años de edad, quien no soportó el alejamiento de su padre y decidió atentar contra su vida, hoy ha sido declarada con muerte cerebral. Así lo retrató en un reportaje periodístico el prestigioso medio The New York Times

La infante se encuentra en el centro médico infantil de Cohen en New Hyde Park, Nueva York, Estados Unidos, hasta donde ha llegado su padre, quien se encontraba recluido por intentar ingresar de forma irregular a suelo estadounidense. Su padre ya dio la orden para que el equipo médico retire el sistema de soporte vital a su hija, el fatal desenlace se podría conocer en las próximas horas.

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Heydi Gámez García.

No obstante, la historia Heydi comienza con el abandono de su propia madre cuando apenas tenía dos meses de nacida; sus abuelos, que la criaron en Honduras, murieron. Heydi estuvo entre quienes encontraron a su abuelo agonizando en la calle después de un ataque de pandilleros. Luego se mudó a Nueva York y experimentó los retos normales de la adolescencia al ir a una nueva escuela y tener que aprender inglés. Pero más que otra cosa, dicen sus amigos y familiares, extrañaba a su papá.

“Heydi estaba tan emocionada cuando le dijo que iba a venir. Creo que la idea de que su papá estuviera aquí era como un refugio para ella”, dijo Erika Estrada, de 25 años, que conocía a Heydi de la Iglesia del Evangelio del Tabernáculo en Brentwood. “Perdió a sus abuelos, su madre la abandonó y tenía todo este amor de hija que no podía darle a sus tías o tíos, solo a él”, dijo Estrada.

Heydi creció en una modesta casa en El Progreso, un pueblo al noroeste de Honduras flanqueado al este por una cadena montañosa y al oeste por el río Ulúa. Durante décadas esa ciudad fue un centro comercial para las plantaciones bananeras.

Pero para cuando Heydi nació, en marzo de 2006, El Progreso también se había convertido en el territorio de algunas de las pandillas más violentas del país, entre ellas la MS-13. Con frecuencia, los pandilleros pedían pagos en efectivo (“contribuciones”) a la familia de Heydi y a otros residentes a cambio de garantizar su seguridad.

La inestabilidad, combinada con la falta de oportunidades, llevó a su papá, Manuel Gámez, ahora de 34 años, a marcharse a los Estados Unidos. En 2007, dejando atrás a Heydi con sus padres, se escabulló por la frontera y viajó a Long Island donde su hermana Jessica se había establecido dos años antes.

Estar lejos de Heydi la mayor parte de su niñez fue difícil, dijo Gámez, pero ganaba lo suficiente haciendo paisajismo como para enviarle dinero y mantenerla. Cuando la niña volvía de su guardería católica jugaba con los perros de la familia o andaba en una bici rosa que su papá le había regalado, recordó Zoila, otra de las hermanas de Gámez. Ocasionalmente ayudaba en la tiendita que sus abuelos tenían en la casa, donde asaltaba los anaqueles y hurtaba caramelos.

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Heydi Gámez García, una joven hondureña de 13 años, esperaba la llegada de su padre a los Estados Unidos. Pero fue detenido varias veces en la frontera. Foto/The New York Times

Pero un día de junio de 2014, la seguridad que los abuelos habían construido alrededor de Heydi se vino abajo. Después de meses de resistirse a entregar su pequeña camioneta a los pandilleros, su abuelo fue baleado a dos cuadras de su casa. Al escuchar la conmoción, Zoila salió corriendo y encontró a su padre que yacía en el suelo. Cuando le quitó su sombrero de ganadero vio que la sangre salía de su cabeza y formaba un charco en el pavimento. Heydi vio la escena a la distancia.

A días del asesinato, dijo Manuel Gámez, se subió a un avión para volver a Honduras. “No había nadie para cuidar a Heydi o a Zoila; mi mamá estaba muy enferma entonces”, dijo. “Pensé que podía ser riesgoso volver, pero no podía dejarlas solas allá”.

Cerca de un año después, la madre de Gámez murió de complicaciones de diabetes y, según sus hijos, de tristeza por la muerte de su esposo. Con cuatro de sus hermanos en Long Island y el miedo de más represalias por parte de las pandillas, Gámez decidió que Heydi y Zoila debían irse a Estados Unidos para estar seguras.

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Manuel Gámez, a la derecha, a su llegada al Aeropuerto Internacional Newark Liberty, en Nueva Jersey, después de que se le concedió un periodo de dos semanas de libertad condicional para ver a su hija. Foto/The New York Times

Primero mandó a Heydi, en el verano de 2015, y decidió quedarse en Honduras en caso de que la devolvieran en la frontera. El 25 de septiembre de 2015, después de casi dos meses en un albergue para menores migrantes, la niña de 9 años llegó al aeropuerto La Guardia; Zoila la siguió meses después.

Rodeada de siete primos de su edad, Heydi se adaptó bien a la vida en Estados Unidos, dicen sus tías y primos. En medio año aprendió inglés, motivada tanto por su ambición por triunfar en la nueva escuela como por su deseo de participar en las conversaciones secretas que sostenían sus primos en inglés cuando estaban cerca de sus tías y tíos hispanohablantes.

En ese sentido, Jessica Gámez, de 32 años, la tía con la que vivía Heydi en la localidad de Brentwood que está en Long Island atribuye la tristeza de su sobrina tanto al trauma de perder a sus abuelos como a su creciente ansiedad por saber si alguna vez se reuniría con su padre. Heydi a menudo se quejaba con sus tías de que todos los demás tenían una madre y un padre, pero ella se sentía como una huérfana.

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La habitación en la casa de Zoila Gámez, donde Heydi se quedó la noche que intentó quitarse la vida. Foto/The New York Times

El padre de la menor realizó tres intentos en cuatro años para llegar nuevamente a Estados Unidos y reunirse con su única hija, que vivía con sus hermanas en Nueva York. Pero los días se convirtieron en semanas y los familiares dicen que cuando pasó más de un mes sin que lo liberaran tras ser detenido en el último intento, la niña empezó a perder sus esperanzas.

La madrugada del 3 de julio pasado la niña tomó la decisión de quitarse la vida atando a un cable de cargador de celular a su cuello. Se encontraba en su habitación luego de haber solicitado a sus parientes que la dejaran sola.

Luego del llamado de emergencia y que los médicos trataron de resucitar a Heydi esa madrugada la trasladaron al centro médico infantil de Cohen en New Hyde Park, donde los médicos determinaron que estaba “neurológicamente devastada”. Una semana después, declararon que tenía muerte cerebral.

En ese orden, el 13 de julio, el Servicio de Inmigración y Aduanas aceptó una solicitud de Romero, el abogado de Gámez, para liberarlo de la custodia con el fin de que estuviera con su hija moribunda. Las autoridades lo pusieron en un avión con un boleto de ida y vuelta desde Texas, donde volverá a estar detenido. Tenía 14 días para despedirse de Heydi.

Hoy el progenitor planea autorizar al equipo médico para que le quiten el sistema de soporte vital a su hija. Luego de varios días de sufrimiento, el desenlace de esta historia podría conocer en los próximos días en las próximas horas.

La historia de Heydi es muy parecida a la de miles de familias centroamericanas que en los últimos años han llegado a los Estados Unidos con el fin de solicitar asilo para escapar de la tumultuosa realidad de sus países, y con la esperanza de que los desafíos de construir una nueva vida en un país ajeno no sean mayores que los que han dejado atrás.