Quito.- El ecuatoriano Olmedo Quimbita, conocido en el mundo artístico como el «pintor de la luz», ha llevado a una veintena de países su particular representación de los sentimientos, marcada por delicados trazos y colores que emanan felicidad y ternura, incluso en hechos tan dolorosos como la migración.
Nacido hace 55 años en la ciudad andina de Latacunga (centro), Quimbita tenía siete cuando se encontró con la pintura, un amor a primera vista que ha nutrido desde entonces su alma y su bolsillo pues, a diferencia de otros artistas, agradece poder vivir de su arte con holgura.
«Se puede vivir del arte, lo que no se puede es pintar para vender. Uno debe ser auténtico, crear, dejar sus sentimientos, plasmados ahí y el resto va a pasar, el resto viene automáticamente sin pensar en negocio ni en ventas», dice en una entrevista con Efe.
De su paleta han salido unas 2.000 obras que han sido exhibidas en exposiciones individuales en países como Egipto, Jordania, Paraguay, Inglaterra, Israel, Austria, República Checa, España, Francia, México, Paraguay, Brasil y Costa Rica.
Encajada en el simbolismo latinoamericano, su obra no es costumbrista ni ofrece paisajes cotidianos, pero brinda al espectador un mundo imaginativo de realidades locales con el que el pintor marca su impronta en la denuncia de fenómenos sociales, y entre ellos la migración.
La salida de miles de ecuatorianos a inicios del año 2000, cuando huían de una de las peores crisis financieras que ha sufrido el país, ha quedado plasmada en su obra «Los emigrantes», en la que cuerpos humanos van tomando formas de gallos que alzan el vuelo.
El peso y el esfuerzo que supone la migración lo refleja en unas cajas que alzan los protagonistas de la obra, en la que el movimiento se representa en unas ruedas y en el vuelo de los animales, como en su época lo hicieron los migrantes en los aviones.
Caminante del mundo, Venezuela fue el primer país que lo acogió y donde vivió una de la épocas más «tormentosas» de su vida artística al encontrarse con la particular luz que ofrece la cercanía de Caracas con el mar Caribe.
Con su retina acostumbrada a la luz andina y los colores grisáceos, confiesa a Efe que sufrió «un choque» cuando en la capital venezolana vio que «todo era luz y más luz».
«Quería pintar las calles de Caracas y me salía una de Latacunga», sentencia al referirse a su ciudad natal.
Cada mañana, durante más de un año, intentó captar la luz tropical del Caribe y cuando lo logró, emprendió una fusión que derivó en su apelativo artístico: «el pintor de la luz».
«Por eso para mi la sinfonía es muy fácil, pasar del bien gris (casi negro) al gris y llegar a la parte lumínica», explica el pintor, optimista confeso, de figura delgada y un hablar pausado.
Y se declara «un ser humano normal, con los sentimientos como todos, con tristezas, alegrías», si bien asegura que nunca se ha identificado «con pintar la depresión o una tragedia» porque: «Eso me molesta».
Sí pinta «sentimientos» y su obra tiene marcadas etapas de su vida como la erótica, o aquella en la que le eclipsó la Amazonía y el período de la migración que desgarró a su país.
Apegado a pintar «todo lo positivo», prioriza en llamativos tonos de rosa, azul, rojo, naranja o verde en sus obras, en las que flores, siluetas (en su mayor parte femeninas), caballos, toros o gallos, entre otros, regalan al espectador sensaciones de ternura en una exquisita combinación estética.
De su años de ir y venir por Europa, entre 1997 y 2010, Quimbita también agradece el haberle permitido valorar más a su Ecuador natal, lo que le llevó eventualmente a radicarse en la costa del país andino tras haber recorrido mundos.
Allí, con el mar como telón de fondo, se enfoca ahora en una nueva etapa artística: «pintar solo con luz».
«Ya no uso colores porque estoy pintando la niñez y la niñez no es color, es pureza en todos los sentidos, el máximo esplendor del ser humano», señala sobre una etapa marcada por el blanco.
Pasar de la diversidad del color al blanco, ha sido para él como entrar en un «maravilloso mundo espiritual», al que dice que llegó impulsado por la sencillez y frescura que su pequeña hija Sofía le regala a diario.
Con esta nueva caligrafía pictórica, en la que con trazos lineales y estilizados quiere plasmar en su arte «la voz del silencio», el artista ecuatoriano se prepara para exponer el próximo año en Puerto Rico y espera poder hacerlo también, de nuevo, en Brasil y México.