La muerte abrupta el pasado lunes del presidente de Burundi, Pierre Nkurunziza, por un ataque al corazón supuso una alegría para decenas de miles de refugiados burundeses que desde hace años viven en Uganda, si bien pocos creen que su desaparición detendrá la violencia y mejorará el futuro del país. EPA/DAI KUROKAWA/Archivo

Kampala – La muerte abrupta el pasado lunes del presidente de Burundi, Pierre Nkurunziza, por un ataque al corazón supuso una alegría para decenas de miles de refugiados burundeses que desde hace años viven en Uganda, si bien pocos creen que su desaparición detendrá la violencia y mejorará el futuro del país.

«Al principio, no podía creérmelo. No me esperaba esa noticia. Se escucharon gritos de alegría dentro del campamento, pero pensaba que sería un bulo», explica por teléfono a Efe Sylvie Mbabazi (nombre ficticio por razones de seguridad), de 44 años y refugiada en el campamento de Nakivale (suroeste de Uganda), donde residen más de 38.300 burundeses.

«Nkurunziza es el culpable de la violencia en Burundi. Él ordenaba los asesinatos. Pero, aunque ahora esté muerto, sus compinches siguen en el Gobierno, por lo que la violencia no va a parar», continúa Mbabazi, que recuerda con exactitud el día en que tuvo que abandonar su país para salvar su vida: el 15 de junio de 2015.

Dos meses antes, el anuncio de Nkurunziza -en el poder desde 2005- de que se presentaba a un tercer mandato en contra del límite fijado en la Constitución desencadenó en el pequeño país de África del Este protestas populares, fuertemente reprimidas por la policía, que causaron un reguero de muertos y heridos.

Y una vez reelegido, de la mano de las fuerzas de seguridad, los servicios de inteligencia y la milicia juvenil estatal Imbonerakure, Nkurunziza inició una campaña de coacción con ataques brutales y selectivos contra opositores, activistas y defensores de los derechos humanos como Mbabazi.

«Esos matones estaban por todas partes, escuchábamos sus balas a todas horas», rememora Mbabazi, quien una mañana decidió denunciar de forma pública en una emisora de radio los abusos perpetrados por los Imbonerakure.

Al día siguiente, unos hombres reconocieron su voz y acudieron al restaurante que regentaba en Buyumbura, entonces capital administrativa del país, donde le dieron tal paliza que perdió el conocimiento.

«Unos vecinos me llevaron a un hospital. Allí, unos funcionarios de Unicef me ofrecieron buscar refugio en Uganda», relata Mbabazi, entonces embarazada, y quien en el campamento de Nakivale sobrevive gracias al reparto de alimentos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), pese a que todavía pasa hambre.

Como ella, Sonya Nahimana (nombre ficticio por motivos de seguridad), también se instaló hace tres meses en el campamento de Nakivale como consecuencia de las decisiones autoritarias y violaciones de derechos humanos secundadas en su país.

A este respecto, Human Rights Watch (HRW) exigió hoy a los líderes de Burundi un «compromiso» para poner fin al «legado de represión despiadada de Pierre Nkurunziza», al considerar el súbito vacío de poder una oportunidad única para tomar «medidas urgentes» y reabrir el espacio político.

REPRESIÓN LGTBI

El Gobierno burundés, además de perseguir a opositores y activistas, fomentó también una campaña contra la comunidad LGTBI (Lesbianas, Gais, Transgénero, Bisexuales e Intersexuales), instaurando en 2009 la pena de cárcel para quienes mantuvieran relaciones íntimas con personas del mismo sexo.

Según la Administración de Nkurunziza, declarado cristiano evangélico que, además, siempre viajaba acompañado de un coro religioso, la homosexualidad constituía una «maldición» que debía ser castigada.

En ese ambiente de creciente represión, Nahimana, mujer transgénero, logró mantener su identidad en secreto hasta octubre de 2019, cuando participó junto a otros miembros del colectivo LGTBI en una reunión en Nairobi.

Entonces, las fotografías de ese encuentro se publicaron en internet e incluso se divulgaron en el barrio en el que residía en Buyumbura. «La gente quería matarme. Recibía amenazas todos los días y tuve que huir», explica Nahimana a Efe.

Desde el fallecimiento de Nkurunziza, ambas mujeres han pasado más tiempo con el resto de refugiados, escuchando la radio y hablando por teléfono con conocidos que siguen en Burundi.

Temerosas de regresar, sin embargo, se muestran contentas por la partida de quien, golpe a golpe, las expulsó de sus vidas. «No ha habido celebraciones públicas porque aún tenemos miedo, podría haber espías del Gobierno en el campamento», reflexiona Mbabazi.

«Pero en realidad, estamos contentas. Nkurunziza era un obstáculo para la paz», añade.