María, una inmigrante indocumentada que se dedicaba a limpiar casas hasta que la crisis de la COVID-19 la dejó sin trabajo, cose unas mascarillas el 22 de abril de 2020, en su casa en Nueva York (EE.UU). EFE/Jorge Fuentelsaz

Nueva York – María le explica a Maribel, con un patrón de tela cortado sobre una mesa, cómo debe hacer las dobleces para luego coser y tener lista una nueva mascarilla, igual a las miles que ya han elaborado junto a otras dos compañeras inmigrantes desde que hace un mes perdieron su trabajo de limpiadoras, cuando las autoridades de Nueva York decretaron el cierre de toda actividad no esencial para intentar ralentizar la expansión de la COVID-19.

Trabajan desde sus casas, pero los lunes y los miércoles se dan cita en el centro social La Colmena, en un barrio de la isla neoyorquina de Staten Island, donde se organizan, comentan las cuestiones que no terminan de aclarar por teléfono o videoconferencia, como los nuevos patrones o la escasez de material, y ponen a la venta -tres por 15 dólares- las mascarillas que han producido.

DE LIMPIAR CASAS A HACER MASCARILLAS

«Somos un grupo de mujeres que nos formamos aquí en La Colmena, nosotras trabajamos limpiando casas, ese es nuestro trabajo, pero nos los fueron cancelando poco a poco, nos vimos en la necesidad de guarecernos de la cuarentena y nos llegó esta oportunidad de poder hacer las mascarillas, y como éramos un grupo formado decidimos organizarnos nosotras cuatro, con Sofía, Maribel y Benita», cuenta a Efe María, de 60 años, mientras cose con su máquina Singer una mascarilla.

Sin estudios y criada por su abuela en México, María, que vive con su marido, su hijo, su nuera y sus nietos, confiesa apasionada que desde que aprendió costura siempre ha sentido fascinación por las máquinas de coser: «Me gusta, me emociona sentarme y agarrar mi máquina, transformar cualquier pedazo de tela en un vestido, en una blusa, me encanta, pero no tengo tiempo porque mi base fundamental es limpiar las casas».

La organización Maker Space les donó las primeras telas para las piezas, que al igual que las que llevan puestas son de todos los colores y patrones, y dos máquinas con las que ahora trabajan, aunque María comenta soñando en alto que le gustaría tener una máquina de coser industrial para hacer «más rápido» el trabajo.

La pandemia del COVID-19 le ha quitado el empleo a decenas de miles de trabajadoras de la limpieza, de la construcción y restaurantes, muchos de ellos latinos que recibían el sueldo diariamente, pero a María, que se siente agradecida, le ha dado la oportunidad de ganarse la vida con lo que más le gusta, su máquina de coser, y de ayudar a otra gente.

María, una inmigrante indocumentada que se dedicaba a limpiar casas hasta que la crisis de la COVID-19 la dejó sin trabajo, cose unas mascarillas el 22 de abril de 2020, en su casa en Nueva York (EE.UU). EFE/Jorge Fuentelsaz

«Ese es nuestro trabajo, tratando de ayudar a la gente que está allá afuera, sea quien sea. Yo al menos toda la vida he tenido eso de ver a nuestro semejante de la misma manera, yo no tengo problema con el racismo al tenderle la mano al hermano», dice María que, como indocumentada, no tiene derecho a ninguna de las ayudas que ofrecen las autoridades locales o federales por desempleo o como incentivo para contrarrestar los estragos del coronavirus.

UN PROYECTO DE GRUPO

Originaria también de México, su compañera Maribel, que lleva viviendo quince años en Staten Island, confiesa que ella sabe trabajar con la máquina de coser pero aclara que quien realmente «tiene idea de costura es María».

«Ella es la que nos está asesorando con los diseños, porque cuando nos hicieron la donación nos enviaron unos modelos en que basarnos», dice Maribel, que junto a María, cuenta que las últimas mascarillas incluyen una pequeña ranura para poder introducir láminas de celulosa para conseguir más protección.

Antes de que llegara la pandemia,»estábamos enfocadas en apoyarnos en la limpieza de casas y oficinas y en enseñarle a nuestras compañeras cuáles son sus derechos. Entonces -cuenta Maribel- se dio desafortunadamente esta situación y se vino esto (…) y dijimos pues vamos a hacerlo sin saber a qué dimensión íbamos a llegar».

Las cuatro, que cuentan con entusiasmo que han empezado a contratar a un jornalero para realizar los pedidos a domicilio, ya trabajaban juntas en el grupo «Mujeres liderando», lo que les facilitó la coordinación entre ellas y con la ONG La Colmena, donde se encuadraba su actividad antes de la pandemia.

La directora del centro La Colmena Yesenia Mata posa para Efe el 22 de abril de 2020, frente a la sede de la organización en Nueva York (EE.UU). EFE/Jorge Fuentelsaz

El hijo de Maribel, trabajador de la construcción, está en el paro al igual que su marido, que estaba empleado en un restaurante que cerró con la crisis. Por eso asegura que coser mascarillas «es lo que nos salva».

No sabe cuántas mascarillas cose al día, pero sí que trabaja de sol a sol para ganar un dinero tan necesario en estos momentos tan complicados.

Trabajo «desde que amanece hasta la una o dos de la mañana, porque es un trabajo que se nos olvida comer, en serio», dice antes de reconocer que «de algún modo» se sienten afortunadas, aunque sigan teniendo sus preocupaciones.

ACTIVISMO POLÍTICO

Parte de su producción la han donado a los jornaleros que todavía conservan sus trabajos, pero también a agentes de Policía local y a otros trabajadores de servicios esenciales, y también han recibido diferentes encargos, el último de ellos de cien mascarillas con el objetivo de donarlas al Ejército.

«Lo que estamos dando a entender es que bueno, no nos incluyeron en el fondo de emergencia, (pero) nosotros vamos a seguir adelante y vamos a seguir apoyando a las personas que están en frente, que son los trabajadores, los inmigrantes, las enfermeras, las personas que manejan el bus, los policías. Nosotros vamos a ser una comunidad sola y no vamos a dejar que la gente nos esté dividiendo» dice a Efe la directora del centro de La Colmena, Yesenia Mata.

Ataviada con una mascarilla hecha por las cuatro costureras, Yesenia cuenta que su organización es la única de Staten Island que permanece abierta para ofrecer asistencia y comida a los trabajadores inmigrantes, aunque únicamente los miércoles.

Explica que abren para hacer saber «a la comunidad: ‘sé que está difícil en estos momentos, pero no están solos y aquí estamos para ustedes y vamos a seguir luchando y de esta crisis vamos a salir todos juntos'».

UNA VIDA DE ESFUERZO

María se queja de la falta de elásticos, pero mientras los encuentran, ya están produciendo unas mascarillas que se atan a la cabeza en lugar de engancharse por detrás de las orejas.

Hace 20 años que emigró a Nueva York desde ciudad de México, donde daba clase de costura a mujeres para ayudarles a ser independientes de los hombres porque «he visto como la mujer es abusada por el hombre y el hombre nos abusa y una nada más agacha la cabeza porque dice: ‘no puedo hacer nada, adónde voy si no sé hacer nada’.

«Cuando me vine aquí a EE.UU. venía con una finalidad, juntar dinero para comprar máquinas y enseñar a la gente a trabajar en las máquinas. Desafortunadamente, mis planes no llegaron a eso porque, ya estando aquí, me olvidé a lo que había venido», agrega antes de confesar, llena de energía, que el proyecto de las mascarillas le ha dado una segunda oportunidad para reconciliarse con su pasado, aunque ahora ya no tenga la vista tan bien como entonces.

Piensa que en su caso no va a ser fácil «volver a levantarse» después del COVID-19 y recuperar todos los empleadores que tenía y que le daban trabajo seis días a la semana, pero mientras tanto recapacita sobre la crisis que estamos viviendo.

«Este virus que vino nos hace poner los pies en la tierra, porque no discrimina, él agarra ricos, pobres, americanos hispanos, él agarra parejo, ahí no hay discriminación, ahí nos hace ser uno mismo, todos igual», concluye.