Uagadugú/Nairobi – En el campo de desplazados donde se encuentra Diallo Ousséni, en el centro-norte de Burkina Faso, nada ha cambiado: no hay palanganas con agua ni jabón y las medidas de prevención del coronavirus brillan por su ausencia. Una situación que se repite en muchos asentamientos similares del mundo.
«¡No tenemos agua ni para beber, ya ni hablamos de lavarnos las manos!», explica. Sabe lo que es el coronavirus, hablan de él por la radio, pero en medio de la anormalidad que ha generado esta pandemia en todo el planeta, a su alrededor no hay nada nuevo, solo la misma falta de recursos.
Burkina se convirtió en 2019, debido al crecimiento de ataques terroristas, en el cuarto país africano con más muertos por violencia. La población desplazada se multiplicó por diez y roza actualmente los 800.000 desplazados. Ahora, es también el país subsahariano con más muertes por el coronavirus.
En el campo de refugiados de Dadaab, en el norte de Kenia, que alberga a algo más de 217.000 personas y hasta hace pocos años era el más grande del mundo, sí hay agua limpia y jabón, pero la COVID-19 no preocupa a todos.
«Mucha gente está realmente aterrada, pero otros creen que nunca va a llegar al campo porque aquí hace mucho calor, y otros piensan que no les va a afectar porque son musulmanes», relata Bapwoch Omot Oman, un etíope de la región de Gambella, en el suroeste de su país, que lleva viviendo en Dadaab con su familia desde hace ya 15 años.
Los refugiados y los desplazados tienen las mismas posibilidades que el resto del mundo de contraer el virus, pero las condiciones en las que viven facilitan más su expansión y algunas enfermedades recurrentes, como los problemas respiratorios derivados de la tuberculosis o la deshidratación por cólera, les convierten en población de riesgo.
«VA A SER DIEZ VECES PEOR»
Los 30.000 desplazados que viven en torno a la ciudad de Galkayo, en el centro de Somalia, han dejado de ir a la mezquita a rezar juntos, pero les falta lo que no depende de ellos: el acceso al agua o a condiciones sanitarias mejores.
«Las medidas preventivas recomendadas, que deberían implementarse, no están», explica el coordinador del proyecto en Galkayo de Médicos Sin Fronteras (MSF), Mahamat Seid. Los desplazados todavía pagan por el agua que consumen, y familias de hasta ocho personas viven compartiendo una misma habitación.
«¿Cómo puede haber una ‘distancia social’ cuando hay dos familias de 10 o 12 personas viviendo en un mismo habitáculo? ¿Cómo te puedes lavar las manos frecuentemente si solo hay 2 ó 3 litros de agua por persona al día? ¿Si los pocos hospitales que había han sido bombardeados o destruidos como en Siria o Yemen?», se pregunta el secretario general del Consejo Noruego de Refugiados (NRC), Jan Egeland.
Según el Comité de Rescate Internacional (IRC), si en el crucero Diamond Princess, puesto en cuarentena en Japón con 3.711 pasajeros y una densidad de población de 24 personas por metro cuadrado, ya mostró un expansión del virus ocho veces más rápida que en Wuhan (foco de la pandemia en China), la tasa de contagio en el campo de refugiados Cox’s Bazar en Bangladesh, con una densidad de 40 personas por metro cuadrado, será probablemente mayor.
Y todavía peor puede ser la situación de contagio en el campamento de refugiados de Moria (Grecia), donde se estima que la densidad de población es de más de 200 personas por metro cuadrado, según los cálculos del IRC.
«Si ya es mala la situación en el resistente norte, va a ser potencialmente diez veces peor en el vulnerable sur», alega Egeland.
Para Laurent Yves Saugy, jefe de delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) en Burkina Faso, el escenario será catastrófico si la COVID-19 hace su aparición entre los desplazados internos, pues la situación ya era muy complicada antes.
El contagio «será cien veces peor» en estos campos, donde algunos duermen aún al raso o en escuelas esperando poder construirse un alojamiento temporal. «La preocupación es realmente mareante», dice Saugy, que teme una «contaminación desenfrenada».
«Cuando llegan 80.000 personas de golpe a Kaya (ciudad del centro-norte), el distanciamiento social como medida no es fácil. Obtener atención médica era complicado antes de que llegara el virus. Hoy para estas poblaciones, es aún más complicado», subraya el jefe de delegación de la CICR.
NO QUEDA CASI NADIE
A las siete de la tarde en Dadaab, como en el resto de Kenia, comienza el toque de queda impuesto para contener la propagación del virus. Bapwoch asegura que por la noche no hay nadie en la calle, pero que la gente se sigue reuniendo para jugar al fútbol, rezar y tomar el té durante el día.
«¿Sabes? Ahora mismo, los (trabajadores humanitarios) que vivían en Dadaab, muchos de ellos, se han ido a casa para estar con sus familias; quedan muy pocos», explica el etíope, que asevera que se temen «una falta de todo, porque todo va faltar debido a que los proveedores se han ido».
Él trabaja como traductor a tiempo parcial para la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), y relata que muchas organizaciones se marcharon sin renovar los contratos temporales con los refugiados, que han perdido esa fuente de ingresos para afrontar lo que se les puede venir encima.
Tras más de un millón de contagios y decenas de miles de muertes en todo el mundo, la mayoría de países han adoptado medidas de limitación del movimiento; ya sean restricciones de entrada de personas, prohibición de vuelos internacionales, cierres fronterizos o confinamientos de la población.
ACNUR y la Organización Internacional de Migraciones (OIM) se han visto forzadas a detener los programas de reasentamiento de refugiados, debido a estas drásticas medidas.
Estas limitaciones también afectan a trabajadores humanitarios externos y su acceso países donde apenas hay cirujanos o especialistas.
Casi todas las organizaciones que atienden a desplazados o refugiados cuentan, no obstante, con una mayoría de trabajadores locales, pero aún así, el acceder a los campamentos es una constante que preocupa a los empleados humanitarios.
«Los cierres se extienden, y la mayoría de trabajadores humanitarios no viven en los campos, necesitamos poder llegar, acceder y contar con excepciones a las restricciones», exige Egeland.
Mientras en Galkayo, Seid dice que ya se empieza a notar la falta de suministros de sus proveedores. «Prevemos que en los próximos días, si no somos capaces de conseguir que nuestros proveedores habituales importen el material al país, la situación va a empeorar porque no podremos realizar nuestras actividades», lamenta.
La directora para África de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Matshidiso Moeti, pedía recientemente «corredores humanitarios» para no impedir que material sanitario y de emergencia, así como equipos médicos, puedan entrar a asistir en caso de necesidad a los países que lo requieran.
Si conseguir comida, material sanitario y otros bienes básicos en ocasiones ya era difícil en zonas de conflicto y en campamentos cerrados de refugiados, el coronavirus amenaza con empeorar esa situación.
LA VIOLENCIA NO DA TREGUA
En las zonas de desplazados más afectadas de Burkina, las regiones del norte, centro-norte y el Sahel, apenas pasa un día sin que haya violencia, como cuenta la directora de operaciones de MSF, Isabelle Defourny.
A los choques entre grupos yihadistas y el Ejército, se suman simples saqueos o ataques de venganza, así que ¿cómo se limita el movimiento a quienes huyen de la violencia? ¿Cómo se le pide a una persona, que teme que un tiro se lleve por delante su vida, que se quede en su casa por un virus?
«El sistema de atención médica está de rodillas», explica la jefa de operaciones de MSF, en una afirmación muy gráfica de la situación en Burkina, que se podría aplicar a tantas otras partes del mundo.
Ocho de cada diez refugiados y casi todos los desplazados viven en países de rentas bajas o medias, países que ahora son los menos golpeados por el virus, pero que cuentan con medios muy limitados para luchar contra él.
Las organizaciones y gobiernos se preparan para lo peor. La mayoría ya ha paralizado programas secundarios para disponer de dinero y medios con los que enfrentar la pandemia.
Sin embargo, varios de los organismos consultados por Efe, aunque no pierden la esperanza, confiesan que temen una bajada de fondos de ayuda durante y después de la crisis.
Seid vacila cuando habla de la capacidad de las unidades de cuidados intensivos de los hospitales de Somalia o de conseguir un ventilador. En la República Centroafricana, solo hay tres ventiladores para unos cinco millones de personas.
En el centro de salud principal de Djibo, en la provincia del Sahel (norte de Burkina Faso), cruzan los dedos para no tener que enfrentarse a la epidemia, como comenta el periodista local Emmanuel Bamogo.
La llegada masiva de desplazados, según Bamogo, ha mermado los alimentos y disparado las necesidades sanitarias, por lo que, aun sin la llegada de la COVID-19, «todo falta».
Tras los primeros casos, importados en su mayoría por europeos que volvían de Italia, Reino Unido u otras partes del continente, el virus avanza cada vez más rápido en África. Y que golpee a las comunidades vulnerables es una probabilidad muy real.
Pero la vida sigue su curso en el pequeño pueblo de Miti en Kivu del Sur, provincia del noreste de la República Democrática del Congo que es fuente de desplazados y refugiados que huyen de la violencia de decenas de grupos armados.
Allí, dos niños pequeños saludan a un coche al pasar y gritan: ¡»wazungu» (blancos), corona!».
Ajenos a lo que pasa en otras zonas del mundo, se dirigen a su «shamba» (campo) para cultivar; el virus preocupa, aunque, de momento, para muchos conseguir algo de dinero con el que vivir al día es más importante.