Nueva York – Los escasos usuarios del metro de Nueva York que todavía usan el transporte público viajan en silencio, con mascarillas que les cubren nariz y boca y manteniendo la distancia social para evitar el contagio de la COVID-19. Solo el anuncio de las estaciones, el chirriar de las ruedas y las recomendaciones que se escuchan por la megafonía rompen la monotonía del viaje, hasta que en el vagón aparece Nelson Vladimir Salmerón, el mariachi de la Línea 7.
«Para bailar la bamba se necesita una poca de gracia, una poca de gracia y otra cosita, ¡Ay arriba y arriba!», canta Nelson, guitarra en mano, ante un público distraído o concentrado en sus pensamientos y el teléfono móvil.
Alguien levanta la cabeza como para comprobar que la canción no está siendo ofrecida por el sistema de megafonía de la red de transporte y mirar de soslayo al responsable de interpretar el clásico mexicano que irrumpe en esta mañana neoyorquina de coronavirus.
«Yo toco en un grupo de mariachis y los días de semana me dedico a tocar en el tren y me valgo bien», dice este joven de origen salvadoreño, antes de insistir en que con su padre «también tocamos así, guitarra y acordeón, en eventos privados, en restaurantes y aquí en el subway también».
Con los ojos castigados por un glaucoma, asegura que no le da reparo salir estos días, aunque la pandemia le ha recortado sus ingresos a la mitad por falta de viajeros, ni tampoco miedo, a pesar de que «con lo del coronavirus, mi papá no quiere salir a tocar conmigo porque prefiere estar en la casa».
Y es que, según comenta, está convencido de que superó la COVID-19 hace tres semanas, cuando pasó unos días con tos y mucha fiebre.
«A mi me agarró tos y me dio gripe y fiebre, pero se me quitó. Pero ahí está que mi papá no se quiere acercar a mí, porque tiene miedo a que le vaya a pasar el virus», comenta entre bromas Nelson, que a sus 31 años, sufre un glaucoma que le ha robado la visión del ojo derecho y no le permite ver bien del izquierdo, donde dice que tiene ya tres «puntos negros».
Las autoridades de Nueva York, donde los muertos por el nuevo coronavirus avanzan imparables hacia los 20.000, ordenaron el cierre de toda actividad no esencial el pasado 17 de marzo, y el transporte público ha seguido funcionando, aunque a un ritmo mucho más lento para poder llevar a los trabajadores a sus destinos y a Nelson, para animar con su guitarra los trayectos.
Su padre se quedó sin vista a los 22 años porque «se le complicó el glaucoma», que Salmerón heredó, y su madre es ciega de nacimiento.
Con su progenitor, que además de cantar y tocar ofrece clases de guitarra, piano, acordeón y trompeta, como muestra la tarjeta de visita que Nelson ofrece a todo el que se interesa, el joven mariachi tocaba en el grupo «Los Rancheros» en restaurantes y fiestas privadas, sobre todo los sábados y los domingos.
Entre semana, lleva su música a los vagones de la línea 7, la más latinoamericana de la ciudad y donde más se aprecia la música de Nelson, que vive en el vecino estado de Nueva Jersey: «Es un barrio muy latino, por eso me va bien», dice con la calma con la que se avanza en estos días de confinamiento.
Habitualmente trabaja ocho horas -de ocho de la mañana a cuatro de la tarde-, de martes a domingo, porque los lunes -aclara-, después del fin de semana, la gente no da dinero; pero en tiempos de pandemia toca una hora menos -entre las diez y media de la mañana y las cinco y media de la tarde-.
Lleva barba, el bigote ralo y la guitarra pegada al pecho, que rasga mientras entona su música de pie, pegado a una de las puertas del vagón y con los ojos cerrados, mientras confiesa que hay técnicas como el «repique, el punteo» que no ha aprendido bien de su padre.
Cuando se acerca la estación, baja su guitarra y saca una pequeña bolsa de papel del bolsillo para recoger el dinero que le pueda dejar su púbico fugaz.
La mayoría de los viajeros continúan a los suyo, menos un hombre enmascarado, que abandona su lectura, saca su cartera con calma y le entrega un billete.
Durante una jornada de trabajo desde que llegó el coronavirus puede llegar a ganar ochenta dólares al día, que se suman a la ayuda estatal que recibe por su discapacidad.
«Have a nice day», dice al hombre que le alarga el billete antes de agregar en español «que tenga un buen viaje» y seguir su paseo por el vagón sin que nadie le ofrezca más dinero, para salir después al andén y probar suerte en el siguiente convoy, mientras los usuarios continúan su viaje entre el chirriar de las ruedas y las recomendaciones de la megafonía.