La iglesia de San Juan Bautista, erigida en el siglo XVII en el corazón de Bruselas, se ha reconvertido en cuatro ocasiones en escenario de protesta de indocumentados para luchar por su regularización en Bélgica. Desde enero, el templo acoge a casi 200 personas que dan de nuevo la batalla para dejar de ser "ciudadanos fantasma". EFE/ Clara López Gámez

Bruselas – La iglesia de San Juan Bautista, erigida en el siglo XVII en el corazón de Bruselas, se ha reconvertido en cuatro ocasiones en escenario de protesta de indocumentados para luchar por su regularización en Bélgica. Desde enero, el templo acoge a casi 200 personas que dan de nuevo la batalla para dejar de ser “ciudadanos fantasma”.

El responsable de esta iglesia, el padre Daniel, “es un militante que siempre ha apoyado la lucha de los refugiados y de los indocumentados”, cuenta a Efe Hussein, coordinador del movimiento de la Unión de los Sin Papeles por su Regularización (USPR).

El santuario fue cuna de protestas en 1998, 2008 y 2009, incluidas huelgas de hambre, y después de la crisis sanitaria más grave que se recuerda, mujeres, hombres y niños han acampado de nuevo en su interior para exigir derechos laborales y combatir la exclusión social.

Tras varios años de lucha en concentraciones, marchas o encuentros con dirigentes, hartos del inmovilismo político, cambiaron de estrategia y optaron por la ocupación de espacios simbólicos, como la iglesia del beaterio, donde la policía no puede entrar para echarles, o la Universidad Libre de Bruselas (ULB).

Dicen que han vivido y trabajado durante años en el país, algunos de ellos aseguran que suman tres décadas, y lejos de concentrarse en busca de refugio o comida, el grupo de personas que lleva durmiendo más de dos meses en el suelo de San Juan Bautista pide legalizar su situación.

Entre los muros del santuario, una hilera de colchones recorre su interior y de las columnas cuelgan carteles reivindicativos: “no tener mis papeles es la muerte”, “sin papeles, sin derechos, aplastados por la ley”, “no hay espacio para soñar”, “Dios está con nosotros”.

Los ha escrito Halima, de Marruecos, donde estudió Derecho y ejerció como operadora en una compañía estadounidense de cableado de automóviles hasta que decidió probar suerte en Bélgica para ayudar a sus padres, que según dice padecen enfermedades crónicas.

Sin perspectiva de marcharse de la iglesia hasta que el Estado deje de tratarlos como “ciudadanos fantasma”, Halima —que dice que no ha dejado de trabajar desde que llegó— exige una respuesta al secretario de Estado belga de Asilo y Migración, Sammy Mahdi, hijo de un refugiado iraquí y que ocupa el cargo desde hace medio año.

“¿Hasta cuándo vamos a vivir en negro? ¿Hasta cuándo vamos a trabajar en negro? ¿Hasta cuándo?”, se pregunta una mujer que subraya que “no se está aprovechando de nadie” y que solo pide tener una situación laboral regularizada y no estar “tirada en la calle pidiendo dinero”.

Iahoucine es un joven de 24 años que llegó a Europa hace seis años. En Bélgica no puede retomar sus estudios porque no tienen papeles e intercala trabajos por los que le pagan “25 euros al día por once horas trabajadas” para no volver a dormir en la calle.

“He trabado en limpieza, obras y restaurantes. Los patrones no pagan bien porque se aprovechan de nuestra situación”, denuncia.

Neza, otra mujer marroquí de 51 años, repite una y otra vez que los migrantes no son ni criminales ni delincuentes, sino trabajadores sin papeles de cuya irregularidad, agravada este último año por la pandemia, se aprovechan muchos empresarios que los contratan por un salario «mísero» y con un horario «aberrante», afirma.

En su situación actual, no pueden tener una cuenta bancaria, ni comprar un abono transporte, ya que es nominal, por lo que reclaman al Gobierno belga una tarjeta de residencia que les permita “moverse con libertad y trabajar honestamente y con dignidad”.

“Queremos vivir como los demás. Póngase en nuestro lugar”, dice Neza.