(Tomado de lalista.com) Veintitrés días después de que su hija y su nieta salieran de su casa en Tegucigalpa, Honduras, Sandra López recibió una llamada en la que le dijeron que habían sido secuestradas y que tendría que pagar si quería volver a verlas con vida.

Su hija, Rosa, emprendía el peligroso viaje por tierra hacia Estados Unidos en busca de trabajo cuando la secuestraron en México. En ese momento, en la mañana del 23 de noviembre de 2021, ella y su hija de seis años se sumaron a los miles de personas que han desaparecido en las rutas migratorias hacia el norte.

“Cuando me llamaron, estaba aterrorizada”, comenta la madre de Rosa. “No podía dormir, no podía comer, no podía hacer nada. Estaba desconsolada”.

Rosa llevaba más de un año desempleada tras haber perdido su trabajo en una fábrica textil cuando se produjo la pandemia de COVID-19. Su plan era reunirse con el padre de su hija en Estados Unidos y trabajar para mantener a su madre, que es discapacitada.

Cuando López se enteró de que ambas estaban secuestradas, se sintió impotente. Los secuestradores la acosaron varias veces al día por WhatsApp, pidiéndole 10 mil dólares de rescate. “Les dije que era una madre soltera, que vivía en una casa que no era mía, que era discapacitada y que utilizaba una silla de ruedas. ¿De dónde iba a sacar el dinero?”

“Me dijeron: ‘Si no puedes pagar, haz algo. Vende tus órganos para pagar por tu familia. Si no lo haces, no existirán en este mundo”.

El número de personas que dejan Honduras aumenta mientras el país lidia con las repercusiones económicas de la pandemia, las consecuencias de la invasión de Rusia contra Ucrania y la crisis del costo de la vida, así como con los problemas más arraigados de la violencia causada por las pandillas, la pobreza y el cambio climático.

La ruta hacia Estados Unidos está llena de peligros, y los migrantes son “extremadamente vulnerables”. Algunos perecen debido a la exposición a la intemperie en el desierto que se extiende a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos; otros mueren en accidentes de tráfico o sufren muertes espeluznantes en “la bestia”, un tren de carga que atraviesa México; algunos son detenidos por las autoridades; y otros, como Rosa y su hija, se convierten en víctimas de los grupos criminales en México, los cuales consideran a los migrantes como una oportunidad de negocio.

“Existen múltiples factores aquí en Honduras que obligan a las personas a emigrar”, explica Rolando Sierra, director de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. “Honduras tiene un alto porcentaje de población que vive en la pobreza sin oportunidades de empleo. Y, si los niveles de violencia, corrupción e impunidad no disminuyen, tampoco lo hará la migración”.

Resulta imposible saber cuántas personas salen de Honduras. Sierra calcula que, cada año, entre 130 mil y 150 mil personas intentan llegar a Estados Unidos. Las cifras del gobierno indican que, desde principios de 2022 hasta junio, Estados Unidos envió a casa a 34 mil 278 hondureños, es decir, más de la mitad del total (52 mil 968) de las personas que fueron devueltas en 2021.

El Proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones documentó que entre enero de 2014 y marzo de 2022 al menos 6 mil 141 personas murieron o desaparecieron en las rutas migratorias del continente americano. Entre 2007 y 2021, el Servicio Jesuita a Migrantes atendió mil 280 casos de migrantes desaparecidos en México, de los cuales 71% provenían de Centroamérica.

Solo en Honduras hay 3 mil 500 personas registradas como desaparecidas, según los cinco comités que se crearon en el país para rastrear a los desaparecidos.

López, al igual que muchas personas que tienen familiares desaparecidos, no sabía a dónde acudir en busca de ayuda y tuvo que afrontarlo sola. Sierra añade: “En Honduras no existen políticas para hacer frente a la migración irregular. No existen servicios especializados para investigar qué les ocurrió a las personas que desaparecen ni para apoyar a sus familiares”.

No existe una base de datos central de personas desaparecidas, circunstancia que “invisibiliza el fenómeno”, según Jérémy Renaux, coordinador del programa de personas desaparecidas del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). Las familias se enfrentan a obstáculos para denunciar los casos, y después no reciben ninguna ayuda.

También existe la falta de coordinación entre los países, añade. En México, país en el que muchas personas desaparecen, hay una crisis forense, ya que hay más de 52 mil cadáveres sin identificar en fosas comunes, instalaciones de servicios forenses, universidades y centros de almacenamiento forense.

Ante esta situación, hay personas como Eva Ramírez, que fundó el Comité de familiares de migrantes desaparecidos Amor y Fe, un grupo de personas que tienen familiares desaparecidos. Durante 23 años ha creado una red de activistas, periodistas y organizaciones de la sociedad civil en toda América Central que ayudan a buscar a personas desaparecidas. Comités como el de ella también intervienen en favor de las familias, y cuentan con psicólogos para ofrecer apoyo en materia de salud mental.

Su trabajo no es remunerado y es difícil, no obstante, comenta: “(Los migrantes desaparecidos) tienen todo el derecho a ser buscados porque son seres humanos. Necesitamos saber qué les pasó, dónde están, por qué desaparecieron. Necesitamos saber la verdad y que se haga justicia”.

“Las personas no se van del país porque quieran. Se van porque tienen que hacerlo. Vivimos en un país que expulsa a las personas a través de la pobreza extrema y la falta de oportunidades, y la violencia, entre muchos otros factores”.

Ramírez ha participado en el proceso de negociación con los secuestradores en representación de los familiares de las víctimas en Honduras. Su experiencia resultó muy valiosa cuando López la contactó. Ramírez les aconsejó a López y a su yerno en Estados Unidos que les exigieran a los secuestradores una prueba de vida. Después, cuando ambos lograron juntar el rescate pidiendo dinero prestado a amigos y vecinos, Ramírez les dijo que les pidieran a los secuestradores que dejaran a Rosa y a su hija con el servicio de migración en la frontera entre Estados Unidos y México.

López y su yerno enviaron el dinero a través de una transferencia bancaria y esperaron ansiosos.

“Los llamé todo el tiempo, pidiéndoles que liberaran a mi hija y a mi nieta”, comenta López. “Les rogué que las entregaran a migración. Yo lloraba. Sabía que no estaban bien, no les daban comida y las hacían dormir en el piso a temperaturas bajo cero”.

Tres días después, el 8 de diciembre, le dijeron que ya estaban libres. El 15 de diciembre las deportaron a Honduras.

Rosa ahora está a salvo. Su madre llora cuando recuerda todo lo que vivieron. No ha podido devolverle el dinero a las personas a las que se lo pidió prestado. “Quiero intentar irme a Estados Unidos otra vez”, dice Rosa. “Sé que es peligroso, pero he estado buscando trabajo y no lo encuentro”.

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