Santiago de Chile – En 2015, el pastor evangélico Bernabé Bazán empezó a acoger inmigrantes venezolanos en su iglesia de Puente Alto, un barrio humilde de Santiago.

Tres años y medio después, el templo se ha convertido en un refugio que da cobijo, comida y esperanza a más de 80 venezolanos y por el que han pasado unos 400 migrantes que huyeron de la crisis en su país.

Los venezolanos que llaman a la puerta del refugio de Bernabé son inmigrantes en una situación de vulnerabilidad extrema. Mujeres, hombres y niños que salieron de Venezuela a pie o por carretera con sus escasas pertenencias, que durmieron en plazas y terminales de autobús para cruzar el continente americano.

El pastor cuenta a Efe que muchos venezolanos que han pasado por el refugio son profesionales. Médicos, ingenieros, periodistas, abogados y publicistas que en Chile aceptan cualquier trabajo para enviar dinero a sus familias.

«Me doy cuenta de la magnitud de la crisis de Venezuela cuando veo a ese tipo de gente afuera. Tienen espíritu de crecer y emprender», señala.

La crisis ha provocado un aumento explosivo de la llegada de venezolanos a Chile, donde se han convertido en la principal comunidad de inmigrantes con más de 288.000 personas, el 23 % del total de extranjeros.

Esto se nota en el refugio de Puente Alto. El pastor recibe cada día una docena de mensajes de venezolanos interesados en hospedarse en el recinto.

Pese a que el lugar opera a su máxima capacidad y depende de las donaciones, Bernabé cuenta que le resulta imposible rechazar a familias que llegan al refugio con niños pequeños. Les abre la puerta y les proporciona un colchón y un techo provisional mientras se desocupa alguna habitación.

A media mañana de un día entre semana hay poca gente en el refugio. La mayoría está trabajando o buscando empleo, uno de los pocos requisitos que impone el pastor.

El refugio está situado en un terreno estrecho y alargado. A un lado están las habitaciones que los propios residentes han ido construyendo con todo tipo de materiales a medida que crecía la cifra de albergados.

Hay baños, una cocina con un refrigerador y dos encimeras a gas, y al fondo la iglesia, un recinto amplio construido con planchas de madera que fue reducido a la mitad para aprovechar el espacio y construir más dormitorios.

Paulina Lereico, de 22 años, pasea por el recinto con su hija Elizabeth, nacida hace dos semanas, en brazos. Llegó a Chile en marzo del año pasado junto a su madre y sus dos hermanos desde Caracas.

«La economía en Venezuela está devastada. Mis hermanos y yo estudiábamos en la universidad pero los profesores estaban emigrando, nadie nos daba clases, y decidimos salir del país porque no teníamos cómo sustentarnos el día a día», relata a Efe.

Cree que el régimen de Nicolás Maduro caerá pronto -«los que queremos un cambio somos la mayoría y eso se va a dar»- y espera poder regresar a Venezuela cuando la situación mejore.

Por el refugio corretean Diego, de siete años, y Numa, de cinco, los hijos de Daniel Garcés, que cuida a los pequeños mientras su esposa trabaja en un geriátrico.

Los cuatro llegaron hace tres semanas al refugio después de una odisea de 22 días por Colombia, Ecuador y Perú. Buena parte del trayecto se desplazaron con el popular «aventón» (viaje gratuito) en camiones, pero también hubo largas y extenuantes caminatas.

Decidieron huir de Venezuela ahogados por la inflación desbocada y la escasez de comida. «El sueldo de un mes solo alcanzaba para comprar un kilo de arroz y tres huevos. ¿Quién come un mes con eso?», exclama.

Una de las personas que más ayuda a mantener el orden y la limpieza en el refugio es Ibis Rodríguez, de 53 años, que llegó hace cuatro meses desde Puerto Ordaz.

En el refugio están también su hija, abogada de profesión, su yerno y dos de sus nietos, una familia de clase media empobrecida que se vio obligada a hacer las maletas y buscar suerte lejos de su tierra.

«La situación en Venezuela nos empujaba a salir. Venezuela no es un país de emigrantes, nunca lo ha sido, esto para nosotros es algo muy diferente, nuevo y difícil», señala Ibis.

Los habitantes del refugio tienen historias y edades distintas, y proceden de varios puntos de la geografía venezolana, pero todos comparten un sentimiento de gratitud infinita con el pastor Bernabé y con Chile, país que, recalcan, los ha recibido con los brazos abiertos.

El pastor, que ya habla con un marcado acento venezolano, reconoce que lo cautivó la cortesía y la amabilidad de la gente, y se emociona al pensar que, cuando Venezuela «sea libre», muchos de sus huéspedes regresarán a su país.

«Todos los días pienso que cuando este Gobierno caiga muchos se van a devolver. Y yo feliz, tienen que volver, pero es un tema porque no sé qué va a pasar después, ya no estará el pueblo venezolano», dice.