María Traspaderne Gran Canaria (España).- Dos hileras de vallas amarillas marcan la frontera en una pequeña localidad de la isla española de Gran Canaria (Atlántico). A un lado, centenares de inmigrantes recuperan fuerzas en tiendas de lona tras días en el mar que dejarán cicatriz. Al otro, voluntarios les dan comida y lanzan besos a través de las mascarillas, bajo la atenta mirada de los policías.

Cae la tarde, húmeda y calurosa, en el muelle de Arguineguín, una pequeña localidad al sur de Gran Canaria símbolo y testigo involuntaria de un fenómeno migratorio que desafía todos los pronósticos, desborda la red de acogida y tensa el debate social.

Ya van 8.102 migrantes llegados este año a las costas de las Islas Canarias, archipiélago español frente a las costas de África occidental y frontera del extremo sur de la Unión Europea, ocho veces más que a estas alturas en 2019. De ellos, unos 6.000 a Gran Canaria, cifras que recuerdan a la crisis de 2006.

En el muelle están Abdo y otras 330 personas, que esperan días durmiendo sobre mantas en el asfalto hasta que los deriven a un hotel o a otro centro de acogida. Son el resultado del goteo constante de barcas que llegan dese África, y que se acelera cada año por estas fechas.

Después de pagar entre 1.500 y 2.000 euros, afirman ellos, ahora esperan en el muelle vestidos de «uniforme»: pulsera verde con su número de filiación, chándal y deportivas negras, que les dieron a su llegada tras desprenderse de capas de ropa manchada de sal, gasolina, sudor y más.

Abdo, marroquí de 23 años, no tuvo suerte y un viaje de dos días se convirtió en una semana de pesadilla. «Éramos 25 personas en la barca, sin comida, sin agua. Algunos estaban enfermos, cansados, como inconscientes», dice a Efe en un inglés básico y admite que, claro, tuvo miedo, a morir.

1.000 KM DE MAR Y MUERTE

El de Abdo es el camino corto desde Marruecos, pero muchos, sobre todo desde agosto, llegan a Canarias desde Senegal, Mauritania o incluso Gambia a bordo de cayucos, enormes barcas multicolores que pueden llegar a alojar a 180 personas.

Costean al principio, hasta que cruzan al Atlántico en la zona más cercana a las Islas Canarias y recorren distancias de más de 1.000 kilómetros. Es la vía más peligrosa de la llamada «frontera sur», mucho más que las vías mediterráneas, y deja a su paso muertos difíciles de contabilizar.

Desde Senegal, navegan unos diez días sentados sobre una tabla de madera sin poder mover un músculo, a riesgo de que la barca zozobre y alguien pueda caer a un mar que se lo tragaría irremediablemente. Sería un peso plomo de tres capas de ropa para combatir el frío que no se quitan ni para hacer sus necesidades.

Llegados a Arguineguín se encuentran con un semáforo invisible. El que marca la doble hilera de vallas, obligado por la pandemia. La luz está roja del lado de los inmigrantes. Esperan sus PCR y no pueden mezclarse ni con los de otras embarcaciones ni con los voluntarios.

La luz naranja, explica Mari Afonso, voluntaria de Cruz Roja, está en el metro y medio que separa a las dos vallas. Ahí solo se puede estar con una bata protectora. La verde es la reservada a los de España, en la parte más próxima al mar, por donde circulan voluntarios y policías en espera de nuevas llegadas.

«Cuando vemos cayucos grandes con poca gente, siempre pensamos: ‘¿Dónde estará el resto?'». Mari, auxiliar de enfermería jubilada, lleva 5 años dando la bienvenida a los que buscan en Canarias una vida mejor.

Hace dos viernes, recuerda, llegó una patera (embarcación para transportar inmigrantes) con un fallecido dentro y cuatro personas inconscientes. Tres murieron en el hospital. «Aquí no piensas, actúas, y luego en tu casa lloras o te enfureces».

Nunca había visto tantas pateras y sufre especialmente con los niños. Llegan, dice, «muy protegidos» con mil capas de ropa y recuperan pronto la sonrisa, las ganas de jugar en el muelle, aunque a veces afloran los traumas.

LA FRÍA COVID Y SUS FRONTERAS

La covid-19 no ha mejorado las cosas. «El recibimiento es muy frío», se lamenta Mari, que no puede ni ayudarlos a caminar cuando salen entumecidos al muelle si no es con «un buzo» puesto. «Antes nos metíamos en las carpas, hablábamos con ellos. Hoy no se nos ve una sonrisa, una mueca de apoyo. No puedes abrazarlos».

La pandemia es una de las razones por las que Canarias recibe a más migrantes este año. Solo 2.021 en la primera quincena de octubre, a razón de 134 al día.

Lo resume Jamal, marroquí de 40 años: «Hay mucha seguridad por ahí», dice al otro lado de la valla preguntado por qué escogió la ruta atlántica. «Ahí» es el norte de Marruecos, donde las fronteras de las ciudades españolas de Ceuta y Melilla están cerradas por la COVID-19 y las fuerzas de seguridad marroquíes evitan cruces en patera y saltos a la valla.

El cambio de ruta del Mediterráneo al Atlántico es aún más claro si se analizan los datos. Según las cifras de Interior, hasta el 15 de octubre llegaron 5.265 inmigrantes menos por mar a la península y Baleares, mientras que a Canarias arribaron 7.074 más. Vasos comunicantes de flujos migratorios que no se paran por una pandemia.

«La ruta del Mediterráneo se convirtió en una fosa de migrantes y se blindó con recursos de la Europa del Norte. La ruta Atlántica, de Canarias, se ha quedado de alguna manera libre, pero es sumamente peligrosa, el doble de peligrosa que el Mediterráneo. Y a pesar de todo a la gente no le queda más remedio que entrar por ahí».

El que habla es Teodoro Bondyale, secretario de la Federación de Asociaciones Africanas en Canarias afincado desde 1971 en España, que achaca también la llegada masiva al conflicto en Mali, al hambre y a la mala situación económica que ha dejado la pandemia en sus países.

Con casi resignación en los ojos, Bondyale echa mano del móvil y busca unos vídeos que grabó semanas atrás para resumir la tragedia. En la imagen, unos operarios enfundados con EPI meten una caja de pino en un nicho con un número. Así hasta 15 ataúdes, de las personas que aparecieron muertas en un cayuco interceptado a la deriva el 19 de agosto.

De la mayoría nunca se sabrán sus nombres. Se guarda su ADN pero las familias no tienen recursos para cotejarlo. Lo más seguro, dice Bondyale, es que nunca sepan qué pasó con su hijo o hermano cuando salió huyendo de la pobreza o de la persecución.

Algunos cadáveres como estos llegan a las costas, pero muchos no. La ONG Caminando Fronteras calcula que este año 700 personas de 23 pateras no consiguieron alcanzar aguas canarias y se quedaron a la deriva en el Atlántico.

¿UNA NUEVA MORIA?

Bondyale tiene miedo de que «Canarias se convierta en una Moria», el campamento de la isla griega de Lesbos donde malvivían 20.000 personas y que acabó consumido por las llamas. Y es que parece que hay otra luz roja que mantiene a los inmigrantes en las islas.

El Ministerio del Interior no facilita datos de personas derivadas de Canarias a centros de la península, que están, según el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, solo al 45 % de su capacidad.

La Delegación del Gobierno en Canarias calcula que de los 8.102 que llegaron a las islas, hay unos 3.000 en hoteles y otros centros de acogida. Hay que sumarles, explica a Efe Txema Santana, de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), unos 1.000 menores acogidos y algunos más que están en las calles.

Las expulsiones están paralizadas por la pandemia desde marzo por el cierre de fronteras. Pero «siguen faltando miles de personas que han salido de Canarias», afirma Santana.

A Cruz Roja, que organiza prácticamente todos los traslados, le constan solo 770 derivados a centros de la península en el último año (la gran parte tras el estado de alarma) y 2.200 migrantes que salieron un día de sus centros para no volver, la mayoría, suponen desde la ONG, con destino a otros puntos de España.Pero no son suficientes.

Para Santana, «lo que es incomprensible es que Canarias esté tan saturada como está, con plazas en hoteles, y haya otros territorios en la península que tengan capacidad (de acogida) porque las llegadas han bajado».

Cuando Mari va a Arguineguín a recibir a los cayucos, los vecinos le reprochan que «los negros tienen más ayuda». «Para ellos sí te mueves, por nosotros no», le dicen, y es que, según Santana, lo que aumenta el racismo es la mala gestión de la migración y que los ciudadanos vean «a la gente tirada en el muelle».

EN BUSCA DE LA «GRAN ESPAÑA»

El paso siguiente al puerto es un centro de acogida o un hotel, alojamientos estos últimos temporales y facilitados por la pandemia. En uno de ellos, en la zona de Maspalomas (zona turística en Gran Canaria), están Soungalo, Bemba y Boubaka.

Para matar el tiempo, juegan con otros subsaharianos en un campo de fútbol. Está en un bajo rodeado de apartamentos turísticos vacíos. Al fondo, una noria luminosa gigante de un parque de atracciones.

Se hace tarde y sus compañeros se van marchando. Poco antes, explican que llegaron juntos el 15 de septiembre en un cayuco desde Senegal con 44 personas que navegó durante una semana. Huyeron de su pueblo, una pequeña aldea de Mali, porque los campos de cereales que cultivaban se secan y por miedo a los rebeldes de un país en conflicto.

Como víctimas de una guerra, podrían tener derecho al asilo, una palabra que oyeron solo al llegar pero que nadie les explicó después. Para cuando consigan informarse puede que sea tarde. El plazo para solicitarlo es de un mes.

Del hotel suelen pasar a otros centros, como en el caso de Abdoulaye, que con sus 24 años cogió una barca en Marruecos y estuvo 4 días en el mar. Se perdieron y se rompió el motor. «Pensamos en la muerte, eso es lo que pensamos».

Como a muchos, a Abdoulaye le salieron ampollas en las nalgas de estar quieto tanto tiempo. Ahora quiere trabajar para alimentar a su familia, pero no en Canarias, su intención, y la de todos los entrevistados por Efe, es ir a la «Gran España», a la península. Está por ver si le dejará el semáforo rojo que mantiene a miles de personas atrapadas en las islas.