Tegucigalpa – La Iglesia Católica de Honduras reprochó hoy los valores o las leyes contra familiares, ya que contradice la razón.

Así lo expresó el arzobispo de Tegucigalpa, José Vicente Nácher, en la homilía dominical, que en esta ocasión formó parte del programa de 40 horas de adoración a Jesús Sacramentado que se realiza en la Arquidiócesis de Tegucigalpa durante este 31 de diciembre y 01 de enero.

“La familia es un hecho importante históricamente y actualmente sigue siéndolo, personal y socialmente no podemos hablar ni del pasado, ni del presente sin familia, acaso podremos hablar de un futuro mejor sin familia, evidentemente que no. No tenemos dudas, pero desde otras culturas pareciera introducirse valores o leyes contra familiares, es algo que contradice la razón más básica y la más profunda experiencia que todos compartimos”, reflexionó el también presidente de la Conferencia Episcopal de Honduras (CEH).

Antes bien, la vida familiar se nos propone como principio de vida cristiana, acentuó el religioso.

La familia es la base común desde donde se puede construir una convivencia más feliz. “Estamos convencidos de que también, cuidar con leyes adecuadas a la familia, es fundamento irrenunciable para una sociedad mejor, estructurada, más equitativa y prospera”, apuntó.

En ese contexto, razonó que aún en una sociedad decepcionada seguimos creyendo que si contamos con las familias hay esperanza.

“Solo si cuidamos a las familias será posible un proyecto común conforme a la voluntad de Dios”, agregó.

Finalmente, dijo que con las familias hay esperanza, sin ellas no podremos avanzar.

A continuación Departamento 19 reproduce la lectura del día tomada del Santo Evangelio según san Lucas (2,22-40):

Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor. (De acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor»), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones». Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.